“Allí donde se queman los libros, se acaba por quemar a los hombres”. = Esta frase del poeta alemán Heinrich Heine (1797 - 1856) nos habla de la intransigencia, del fanatismo político o religioso. Es otro tipo de “censura” se ha practicado a lo largo de la historia universal con la intencionalidad de borrar para siempre las huellas de sus autores y la finalidad de imponer a los disidentes una ideología de carácter totalitario. Así, el emperador Diocleciano ( 244 – 311) ordenó quemar todos los tratados de alquimia existentes en la Biblioteca de Alejandría. Bastante más tarde, en el siglo XV, el monje dominico Girolamo Savonarola (1452 – 1498), eminencia gris de una siniestra república teocrática en Florencia, dio la orden de quemar innumerables obras de arte y libros por considerarlos inmorales. Eran apilados en el centro de la Plaza de la Señoría para que luego ardiesen en la llamada “Hoguera de las Vanidades”. Lo que Savonarola no podía saber en ese momento era que él mismo no tardaría en probar de su propia medicina: Por "defensor de la herejía y el cisma y por pretender innovaciones perniciosas" fue condenado a muerte, ahorcado y quemado públicamente en la Plaza de la Señoría el 23 de mayo de 1498.
La quema de libros continuaría durante siglos y la Iglesia jugó un papel más que cuestionable en esos intentos de evitar “pensamientos impíos”. Hechos históricos tan importantes como la conquista de Granada y el descubrimiento de América dieron pie a la Inquisición para hacer desaparecer obras irrecuperables escritas en maya, en árabe y en hebreo. Pero la época que más se asocia a la quema de libros es, sin duda alguna, el año 1933 durante el III Reich en Alemania. En esos días convulsos fueron pasto de las llamas decenas de miles de libros de autores judíos o de escritores considerados como enemigos del régimen nazi (todo aquel que disentía del pensamiento nazi era considerado “anti-alemán”), que fueron “sacrificados” en actos públicos con carácter de manifestaciones ritualizadas.
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