Ser majo(a). = Según la RAE: “1. Que gusta por su simpatía, belleza u otra cualidad. 2. Lindo, hermoso, vistoso. 3. Ataviado, compuesto, lujoso. 4. Dicho de una persona: Que en su porte, acciones y vestidos afecta un poco de libertad y guapeza, más propia de la gente ordinaria.” Este cuarto significado, que casa con el de un personaje típico del Madrid de los siglos XVIII y XIX, es el tema que hoy nos ocupa. Los majos y majas eran jóvenes madrileños del desaparecido barrio de Maravillas (hoy Malasaña) que hacían ostentación de unos modales y un lenguaje arrogante, afectado y chulesco. En las fiestas populares solían tirar la casa por la ventana y engalanarse con prendas elegantes y provocativas, que nuestro gran pintor Goya (1746 – 1828) inmortalizó en numerosos cuadros y dibujos y que desde entonces se conocen como “trajes goyescos”. La ropa de la “maja” era de seda y en colores vivos. Constaba de una falda corta y con vuelo, adornada de encajes. El corpiño era muy ajustado y llevaba medias blancas y escarpines negros. A veces se ponía una mantilla con peineta. El majo también vestía traje de seda de colores subidos, calzón corto y ajustado, chaquetilla estrecha y corta, camisa blanca con chorreras y faja de seda, montera (o sombrero de alas anchas) y una gran capa para poder ocultar su identidad, si ello fuere necesario. Ambos adornaban su pelo con redecillas. Por aquel entonces se puso muy de moda en las clases aristocráticas “vestirse de majo”, por lo que existen numerosos retratos de nobles que quisieron ser pintados por el pintor más “in” de la época, Francisco de Goya, ataviados con ese ropaje. Una de las mejores descripciones de los majos que tenemos y que es, al mismo tiempo un retrato para la posterioridad de sus costumbres, la encontramos en la biografía novelada de Goya del injustamente en España poco conocido escritor alemán Lion Feuchtwanger (1854 – 1958). En su obra “Goya”, Feuchtwanger escribe:
“En asuntos de amor, el majo era fogoso, generoso y de gran corazón. Hacía a su amada regalos variopintos, le daba una paliza cuando ésta lo enojaba en lo más mínimo y exigía la devolución de todos sus regalos cuando la abandonaba, o ella a él. La maja no tenía ningún reparo en desplumar del todo a un petimetre enamorado; también a la maja casada le gustaba tener un cortejo acomodado o incluso dos. Los hombres españoles atribuían a la maja aquellas cualidades que valoraban en extremo en la mujer: inabordable en la calle por su gallardía, angelical en la iglesia, endiablada en la cama. También los extranjeros estaban por completo de acuerdo en que ninguna mujer del mundo podía prometer y hacer realidad tanto placer, tanto deseo y tanta satisfacción como una auténtica maja.” Que sus apreciaciones no fueron producto de la fantasía lo demuestra el libro que escribió el barón Jean-François de Bourgoing, legado plenipotenciario del rey Luis XVI de Francia, en su famoso libro “Nuevo viaje a España”, en el que por una parte condenaba la impudicia y el desenfreno de las majas y majos, mientras que, por la otra, ensalzaba la atracción que de ellos emanaba y el deseo irrefrenable que inspiraron a aquellos visitantes extranjeros que, buscando lo típico, tuvieron la suerte o la desgracia de conocerlos.
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