En mis conversaciones con alumnos españoles del Instituto de Lenguas e Intérpretes de Munich saqué la conclusión de que los españoles no querían hacer el ridículo hablando alemán con acento, circunstancia que aprovechaban los avispados alumnos alemanes para practicar el español con sus compañeros españoles, que por eso casi nunca tenían la posibilidad de hablar el alemán. Lo del acento es un error. Conocidos lingüistas como Sapir o Chomsky afirmaron en sus estudios que en el aprendizaje de una lengua lo de menos es el acento. Éste es parte de nuestra identidad e incluso nos hace más interesantes. Lo principal es dominar bien la gramática y, sobre todo, procurarse una buena pronunciación, que se puede aprender en una solvente escuela de idiomas o con profesores muy cualificados.
El acento no tiene nada que ver con la pronunciación. Según los mencionados científicos, los catorce años son el límite a partir del cual ya no podemos hablar otra lengua sin acento. Las cuerdas vocales ya se han acoplado a una lengua determinada -la materna- y ya no podemos adoptar perfectamente el acento de otra lengua. Siempre nos acompañará el deje de nuestros orígenes, de nuestras primeras raíces. También a muchos bilingües natos (hijos de matrimonios mixtos) se les nota por su acento la lengua que más han usado de niños, especialmente cuando leen en voz alta algún texto.
Si España quiere ser competitiva en los mercados mundiales, necesita jóvenes empresarios y especialistas que hablen otras lenguas y no importa con qué acento hablen el idioma en el que tienen que desarrollar sus actividades.
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