El pasado martes, en la repetición de un programa sobre las islas Caimán, se hablaba de las tortugas que allí, pese a las prohibiciones de pesca que existen por tratarse de una especie en vías de extinción, suelen ser uno de los platos estrella de la gastronomía local. Me dio mucha lastimita ver a uno de los pocos ejemplares que nos quedan de épocas prehistóricas acabar sus días en la cazuela. La verdad es que incluso se me puso mal cuerpo. Y eso que hace más de tres décadas, de vez en cuando, me solía gustar comenzar una cena frugal con una exquisita tacita de sopa de tortuga ”a la Lady Curzon” (caldo enlatado de tortuga al que se le añade un chorrito de vino de Jerez) para calentar el estómago.
Pero volvamos a las tortugas. También las tortugas de tierra tienen los días contados. Y no les estoy hablando de las tortugas caseras de terrario, sino de las que viven en libertad, en plena naturaleza, de las cuales una de las más resistentes es la “tortuga mora”.
Me hizo gracia lo de “tortuga mora” cuando leí por primera vez el nombre bajo el cual se la conoce comúnmente. Dando rienda suelta a mi imaginación, me la imaginaba con un velo bajo sus miopes ojos y bailando la danza del vientre para seducir al macho. Pero no, esa tortuga mediterránea, conocida como “testudo graeca”, ya que las placas y los dibujos de su caparazón tienen un cierto parecido con los mosaicos griegos, no tiene nada de voluptuoso. Se la llama así porque proviene del norte de África y, muy bien aclimatada a nuestro país, tiene su hábitat natural en las regiones de Murcia y Almería.
Esos pobres reptiles están sufriendo cada vez más en sus propias carnes las consecuencias de los incendios forestales. Y digo carnes, porque un 62 por ciento de las tortugas moras que tienen menos de cuatro años perecen achicharradas, debido a que su todavía delgado caparazón no es capaz de protegerlas contra el fuego. Sin embargo, sólo 12 por ciento de las tortugas moras mayores de ocho años mueren por el mismo motivo. Ello se debe a que su grueso caparazón “antiincendios” les sirve de escudo contra el calor y las llamas. Además, las tortugas mayores son capaces de buscar o cavar en la tierra un buen escondrijo para intentar salir con vida de un tal desastre. Con lo cual, una vez más, se corroboraría aquella frase hecha según la cual “más sabe el diablo por viejo que por diablo”.
Margarita Rey
Pero volvamos a las tortugas. También las tortugas de tierra tienen los días contados. Y no les estoy hablando de las tortugas caseras de terrario, sino de las que viven en libertad, en plena naturaleza, de las cuales una de las más resistentes es la “tortuga mora”.
Me hizo gracia lo de “tortuga mora” cuando leí por primera vez el nombre bajo el cual se la conoce comúnmente. Dando rienda suelta a mi imaginación, me la imaginaba con un velo bajo sus miopes ojos y bailando la danza del vientre para seducir al macho. Pero no, esa tortuga mediterránea, conocida como “testudo graeca”, ya que las placas y los dibujos de su caparazón tienen un cierto parecido con los mosaicos griegos, no tiene nada de voluptuoso. Se la llama así porque proviene del norte de África y, muy bien aclimatada a nuestro país, tiene su hábitat natural en las regiones de Murcia y Almería.
Esos pobres reptiles están sufriendo cada vez más en sus propias carnes las consecuencias de los incendios forestales. Y digo carnes, porque un 62 por ciento de las tortugas moras que tienen menos de cuatro años perecen achicharradas, debido a que su todavía delgado caparazón no es capaz de protegerlas contra el fuego. Sin embargo, sólo 12 por ciento de las tortugas moras mayores de ocho años mueren por el mismo motivo. Ello se debe a que su grueso caparazón “antiincendios” les sirve de escudo contra el calor y las llamas. Además, las tortugas mayores son capaces de buscar o cavar en la tierra un buen escondrijo para intentar salir con vida de un tal desastre. Con lo cual, una vez más, se corroboraría aquella frase hecha según la cual “más sabe el diablo por viejo que por diablo”.
Margarita Rey
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