Ayer se cumplieron los 30 años de la Ley de Divorcio, que puso fin a la tiranía del hisopo. Durante la II República existió el divorcio, pero el régimen emanado de la guerra civil se apresuró a prohibirlo para complacer a la Iglesia nacionalcatólica, su cómplice en la matanza entre hermanos. Lo que no dicen los “cruzados”, ahora bajo el mando del señor Rouco, es que en los dos bandos hubo católicos e incluso sacerdotes (vascos y catalanes). La Iglesia, la del brazo en alto como los nazis de Hitler, no podía permitir que le quitasen el monopolio de la dirección de la sociedad española, ejercido, entre otros “sacramentos”, principalmente, por el bautismo y el matrimonio.
Al abolir el divorcio, el régimen cometió uno de sus grandes desaguisados contra los españoles. De la noche a la mañana hubo bígamos en España e hijos ilegítimos, ya que con la disposición franquista quedaba anulado el matrimonio civil y los cónyuges en segundas “nupcias civiles” eran obligados a regresar con su primera esposa, de la que se habían divorciado. Las parejas, casadas por lo civil, se hallaban de pronto convertidas en “arrejuntadas”, los hijos eran bastardos. La muy maternal iglesia cerró los ojos a este despropósito: tenía el monopolio de las bodas, que era lo que le importaba.
La nueva legalización del divorcio, contra la oposición de la iglesia, hace 30 años, acabó con ese monopolio. Hoy se casan ante el altar los católicos practicantes y los no creyentes, ambos grupos bajo un denominador común: el deseo de hacer un bodorrio, de convertir la celebración religiosa en una colección de prominentes, de famosillos y famosillas. Para los sacerdotes convencidos de su ministerio, este hecho puede suponer una frustración, pero para sus superiores estas bodas son un buen negocio, pues también en las bodas existe lista de precios.
El divorcio es una buena institución. Libra a una pareja, que se equivocó, de la tortura de tener que convivir en insalvable disparidad de caracteres. Pero, desgraciadamente, el divorcio también se presta a abusos, desemboca en la frivolidad, sobre todo en el mundo del espectáculo, donde no es una excepción que él o ella se conviertan en “divorciados en serie”, lo cual aumenta la popularidad. El matrimonio, sea civil o eclesiástico, se aprende con el tiempo. Se puede convivir 50 años con una persona, y no llegar a conocerla completamente, pues todos tenemos, más profunda que la intimidad de la pareja, nuestra propia intimidad, que debe ser respetada.
Si una pareja se casa y se divorcia después de un par de años, o de menos, es que no estaba madura para una vida en común o su relación era demasiado superficial para ser marido y mujer. Una cosa buena tiene el divorcio: no sólo ahorra constantes disgustos, también ahorra muchos cuernos.
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