En un grabación ya antigua del Festival de Cante de las Minas de la Unión retransmitida no hace mucho por “La 2” oí por primera vez el término “seguiriyas plañideras”. El artista entrevistado mencionó que ese cante flamenco tradicional era más conocido como “seguiriyas gitanas” o “seguiriyas playeras” (esta última definición como clara deformación del término “plañidera”).
A mí me llamó la atención el vocablo “plañidera” en combinación con la palabra “seguiriya”, pues la definición de plañidero (a) no es otra que “lloroso” o “lastimero”. Poco más tarde, en el curso de la misma emisión, se explicó que ese tipo de seguiriyas utilizan el tema de la muerte como fuente de inspiración, por lo que suenan al oído como un cante de duelo. Este comentario desvaneció todas mis dudas al respecto y, de paso, me proporcionó el tema de la “pincelada” de hoy.
Las plañideras tienen su origen en el Antiguo Egipto. Eran mujeres a quienes la familia del difunto pagaba por llorar y lamentarse públicamente en los funerales como señal de duelo y muestra del dolor de los familiares del finado. El rango y la fortuna del fallecido y sus allegados se ponía de manifiesto según el número de plañideras que acudían a las exequias. La costumbre pasó al pueblo hebreo y, de ahí, a Grecia y a Roma, que fue quien dio a esas mujeres el nombre que se ha mantenido hasta nuestros días (la palabra “plañidera” proviene del latín plangere que significa plañir = sollozar).
Las plañideras solían vestir una túnica gris y un velo. Llevaban consigo un recipiente en el que recogían sus lágrimas (el lacrimatorio o vaso de lágrimas). Esa vasijita era depositada en la tumba del difunto para dejar constancia de la aflicción de sus seres más allegados. Esas lloronas profesionales demostraban su supuesto dolor de una forma bastante escandalosa: gritaban, se daban golpes en el pecho, se tiraban al suelo e, incluso, llegaban a arrancarse los cabellos.
A través de los sarracenos, la usanza llegó a Sicilia y Calabria, donde se conservó hasta la última mitad del siglo pasado, mientras que la dominación árabe hizo que, a través del reino andalusí, esa costumbre se extendiese también por España. Aquí, la (in)cultura de las plañideras se conservó hasta principios del siglo XX, sobre todo en las zonas rurales de Galicia y Asturias. Aunque hay que decir que el llanto pagado de las plañideras siempre ha estado relacionado con una cierta hipocresía por parte de la familia del difunto.
Refiriéndose a esta curiosa profesión, entretanto afortunadamente extinguida (excepto en algunos países caribeños), Javier Coria, en su blog del 21 de febrero de 2010, escribe: “Pero las plañideras no sólo lloraban, las llamadas endecheras entonaban cantos fúnebres (endechas) o elegías que, curiosamente, están en el origen de algunos palos del flamenco como la petenera. También estaban las que loaban y hacían panegíricos de los difuntos a los que, en ocasiones, simulaban conocer en una teatralización de la vieja costumbre de hablar bien del finado porque, según creencia ancestral, podían volver para importunar a los vivos. De ahí el dicho popular de: “Dios te libre del día de las alabanzas”.
Hoy en día se utiliza la palabra “plañidera” para definir a aquella persona que anda por la vida quejumbrosa, dando lástima o dándose lástima a sí misma. A los hombres plañideros se les califica de “melindrosos”, “ñoños” y “nenazas”.
Las plañideras tienen su origen en el Antiguo Egipto. Eran mujeres a quienes la familia del difunto pagaba por llorar y lamentarse públicamente en los funerales como señal de duelo y muestra del dolor de los familiares del finado. El rango y la fortuna del fallecido y sus allegados se ponía de manifiesto según el número de plañideras que acudían a las exequias. La costumbre pasó al pueblo hebreo y, de ahí, a Grecia y a Roma, que fue quien dio a esas mujeres el nombre que se ha mantenido hasta nuestros días (la palabra “plañidera” proviene del latín plangere que significa plañir = sollozar).
Las plañideras solían vestir una túnica gris y un velo. Llevaban consigo un recipiente en el que recogían sus lágrimas (el lacrimatorio o vaso de lágrimas). Esa vasijita era depositada en la tumba del difunto para dejar constancia de la aflicción de sus seres más allegados. Esas lloronas profesionales demostraban su supuesto dolor de una forma bastante escandalosa: gritaban, se daban golpes en el pecho, se tiraban al suelo e, incluso, llegaban a arrancarse los cabellos.
A través de los sarracenos, la usanza llegó a Sicilia y Calabria, donde se conservó hasta la última mitad del siglo pasado, mientras que la dominación árabe hizo que, a través del reino andalusí, esa costumbre se extendiese también por España. Aquí, la (in)cultura de las plañideras se conservó hasta principios del siglo XX, sobre todo en las zonas rurales de Galicia y Asturias. Aunque hay que decir que el llanto pagado de las plañideras siempre ha estado relacionado con una cierta hipocresía por parte de la familia del difunto.
Refiriéndose a esta curiosa profesión, entretanto afortunadamente extinguida (excepto en algunos países caribeños), Javier Coria, en su blog del 21 de febrero de 2010, escribe: “Pero las plañideras no sólo lloraban, las llamadas endecheras entonaban cantos fúnebres (endechas) o elegías que, curiosamente, están en el origen de algunos palos del flamenco como la petenera. También estaban las que loaban y hacían panegíricos de los difuntos a los que, en ocasiones, simulaban conocer en una teatralización de la vieja costumbre de hablar bien del finado porque, según creencia ancestral, podían volver para importunar a los vivos. De ahí el dicho popular de: “Dios te libre del día de las alabanzas”.
Hoy en día se utiliza la palabra “plañidera” para definir a aquella persona que anda por la vida quejumbrosa, dando lástima o dándose lástima a sí misma. A los hombres plañideros se les califica de “melindrosos”, “ñoños” y “nenazas”.
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