Ahora, en la segunda década del siglo XXI cuando prácticamente todas las familias españolas tienen, al menos, un cuarto de baño en su casa, nos parece casi increíble imaginarnos una vida sin agua corriente. Lo cierto es que en la Hispania del Imperio Romano ya existía un sistema bastante avanzado, importado de Roma, de suministro de agua y de canalización. Basta con acercarse a Segovia, donde su acueducto da fe de los avances que la cultura romana supuso para la península ibérica, que hasta aquel entonces había sido un conglomerado de tribus toscas, sucias y peleadas entre sí, algo que sigue genéticamente lastrando desde entonces el carácter de nuestro pueblo. Por aquel entonces, todas las ciudades contaban con baños públicos. Hasta que llegaron los bárbaros y destruyeron todas las instalaciones y cañerías que distribuían el agua, con lo cual también los baños dejaron de existir en aquellas zonas que no estaban bajo dominación andalusí (la cultura árabe en Al-Andalus consideraba el agua como elemento esencial, no sólo para la purificación ritual antes de cada oración, sino también como medida de higiene y para el cuidado general del cuerpo).
En la Edad Media, la omnipresente y omnipotente Iglesia se encargó de que se considerase la limpieza corporal como algo pecaminoso (obviamente, para lavarse, hay antes que desnudarse). La gente comenzó a oler francamente mal. Los nobles tapaban su olor a rancio con perfumes y el pueblo llano, si tenía algún río cerca, se bañaba en sus aguas vestido y, si no tenía esa posibilidad, pues apestaba a los demás. Esta falta de higiene fue el origen de muchas epidemias, la peor de entre ellas, la peste. No hay que olvidar que, al no existir ninguna clase de alcantarillado, los vecinos se deshacían de los residuos de sus evacuaciones corporales y del agua utilizada para sus someras abluciones como podían. En el campo, las eras y los gallineros eran los improvisados retretes donde los campesinos hacían sus necesidades. Mientras que, en la ciudad, las familias tiraban los orines y las heces almacenados en los orinales o bacinas simplemente a la calle. Las amas de casa solían vaciar dichos recipientes arrojando su contenido por la ventana. Eso sí, para advertir a los viandantes del peligro que corrían si no se resguardan o ponían inmediatamente pies en polvorosa, la vertedora gritaba a voz en cuello: “¡Agua va!
Afortunadamente, llegó el día que, gracias al creciente progreso, la repugnante costumbre de tirar tales inmundicias a la calle por fin desapareció y con ella también el uso de la locución, objeto de esta glosa. Sin embargo, esta expresión fue el origen del giro: “Sin decir ¡agua va!”, cuyo significado equivale a no advertir a alguien de algún tipo de acción que se va a realizar y que puede perjudicar a la otra persona.
Margarita Rey Suñé
No hay comentarios:
Publicar un comentario