Paseando por un mercadillo alicantino me llamó la atención la diversidad de alpargatas de verano que los vendedores ambulantes mostraban en sus puestos y que no tienen casi nada en común con el humilde y práctico calzado de mi niñez, que usábamos para ir de excursión o para bailar la sardana en la Plaza de la Catedral de Barcelona.
Movida por la curiosidad, busqué en Internet la etimología de la palabra “alpargata” que, como suponía, proviene de un vocablo árabe: “albargat” (abarcas). Sin embargo, el origen de este popular calzado de lona y suela de cáñamo o esparto parece ser egipcio. Pero el primer testimonio escrito de las “espardenyes” se encuentra en un registro gremial del año 1322, redactado en catalán, en el que se hace referencia a los artesanos alpargateros, por lo que muchos dan por hecho que su procedencia es pirenaica. Fue sin duda su asequible precio y su comodidad lo que hizo que pronto se convirtieran en el calzado favorito de las clases humildes e, incluso, de la infantería española, que las utilizaba preferentemente en sus duras marchas por terrenos inhóspitos en la Conquista de América, ya que no oprimían ni recalentaban los pies como las botas de cuero.
Poco a poco, esta singular zapatilla fue ganando más y más adeptos. Sobre todo en zonas rurales la alpargata pasó a ser el calzado típico del campesinado, potenciado por el hecho de que, en el ámbito doméstico, aquellos miembros de la familia que no podían salir a trabajar al campo (ancianos, mujeres e, incluso, niños), para ayudar a la economía familiar, se dedicaban en casa a coser sobre las suelas (que fabricaban los alpargateros) la parte superior de la alpargata, hecha de loneta o tejido fuerte, y las cintas que sirven para sujetarlas al tobillo. También los obreros, tan mal remunerados por aquel entonces, descubrieron las bonanzas de las esparteñas, que serían durante mucho tiempo la única posibilidad que tendrían de mantener los pies mínimamente cubiertos. Incluso durante la Guerra Civil, los soldados republicanos fueron mandados al frente calzados con alpargatas (declaradas “de interés militar”), por lo que las medianas y grandes empresas alpargateras fueron nacionalizadas.
Finalizada la posguerra, los pequeños avances de la Economía permitieron al pueblo llano y a los campesinos el acceso al, hasta entonces, lujo de calzar zapatos. La sufrida alpargata quedó relegada así a un segundo plano, siendo utilizada únicamente como elemento de los trajes regionales en eventos de carácter folklórico. Y todo hubiese seguido así de no ser por Yves de Saint Laurent. En 1968, al genial modisto francés se le ocurrió diseñar lo nunca visto: una alpargata con tacón de cuña, a la que bautizó con el nombre de “campesina”. Si hasta entonces todas las alpargatas habían sido uniformes (se confeccionaban únicamente en los colores negro, blanco y azul), a partir de ese momento el panorama cambió. Las “campesinas” eran ahora un artículo exclusivo, que todas las grandes marcas de moda adoptaron como complemento veraniego y al que cada una dio su toque personal de sofisticación. Conservando las ventajas anatómicas de siempre, la alpargata se convertía así en un calzado chic, adorado por todas las damas más “fashion” del papel cuché. Lo que pocos saben, es que Saint Laurent encargó a una pequeña, pero conocida empresa alpargatera catalana la fabricación de sus “campesinas”. Sin saberlo, salvaba así de la ruina a la familia Castañer de Banyoles (Gerona), que por diversos motivos estaba a punto de cerrar su fábrica. Este golpe de suerte permitió a los Castañer vender hasta el día de hoy más de 6 millones de esa nueva versión de la espardenya (su producción total se sitúa en 450.000 pares anuales), cuyas copias, más o menos logradas, se pueden comprar hoy en cualquier mercadillo de España como el que yo visité el otro día.
Margarita Rey
Foto: Luís Calle