Después de las experiencias con las monarquías absolutas, Montesquieu, entre otros, abogó por la separación de poderes del Estado, con el fin de proteger mejor al ciudadano. Surgieron así los tres poderes: el ejecutivo (gobierno), el legislativo (parlamento o congreso) y el judicial (administración de justicia).
Pero surge la pregunta de si así se salvaguardan mejor los derechos de los ciudadanos. En especial, el poder judicial puede convertirse en un arma contra la democracia, contra la que en poridad no puede hacer nada el gobierno, dada la separación de poderes o facultades. Pongamos el ejemplo de una judicatura dominada por jueces de procedencia antidemocrática, que pueden arbitrariamente juzgar y condenar a ciudadanos por el sencillo hecho de serles incómodos o de estar en contra de su ideología. Esta mayoría de jueces de pasado antidemocrático constituyen un reino de Taifas dentro del Estado democrático. El gobierno tiene que asistir impotente a las tropelías de tales jueces que mayorizan la justicia, al respetar estrictamente la separación o división de poderes, que tiene mucho del idealismo de la Ilustración.
La división de poderes tendría que modificarse en el sentido de que si de un poder emana un peligro para la democracia y perjuicios para los ciudadanos, los otros poderes, con el gobierno a la cabeza, puedan intervenir corrigiendo la situación injusta. Respecto al gobierno, el ciudadano tiene la oportunidad de elegir a otro al término de la legislatura y, en medio de la legislatura, los representantes del ciudadano, los diputados, pueden hacer caer a un gobierno injusto mediante la moción de censura, a la que seguirían elecciones anticipadas.
En mi opinión muy personal, los jueces tienen demasiado poder también en las democracias y mucho más en España, salida de una dictadura de 40 años.
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