Cuando veo programas de televisión como „Callejeros“ o „Répor”, entre otros, se me ponen los pelos de punta. Ya sabemos que en España cohabitan con nosotros más de ocho millones de pobres. Pero una cosa es leer la cifra y otra verse confrontado con la realidad cotidiana de esos millones de existencias marginadas y marginales. Una cosa es leer y otra ver las cloacas en las que habitan estos compatriotas, más los inmigrantes que se han quedado sin trabajo o no tienen papeles. Podría decirse con altas dosis de cinismo que los inmigrantes lo tienen mejor, pues ya están acostumbrados a la miseria en sus países de origen.
¿Si ven estos programas, qué pensarán los políticos en sus confortables viviendas, de esas casas cochambrosas, sin luz y sin agua e incluso sin un sitio donde hacer dignamente las necesidades? Casas con las paredes llenas de moho, vigas que se caen o amenazan caerse, tejados derrumbados, cubiertos de plástico, basura por doquier –nadie pasa a recogerla-, familias hacinadas en nichos más que en habitaciones y niños que juegan en los estercoleros. El Estado español paga unos 800 millones de ayuda al desarrollo. ¿Cuánto paga para ir eliminando estas bolsas de pobreza nacionales? Bolsas de pobreza que son, al propio tiempo, caldo de cultivo de la delincuencia. ¡Cuántas personas, hechas literalmente polvo, enseñan las cámaras que confiesan que consumen droga o trafican con ella! Y ¡cuántas jeringuillas diseminadas por el suelo al alcance de los niños!
Lo asombroso es que en medio de tanta miseria aún haya amas de casa que con cuatro alimentos hallados en un contenedor o con el dinero recaudado con la mendicidad, cocinan para los suyos sopas o potajes. Otra salida –una gota en el océano- son los comedores instalados por las oenegés o por instituciones caritativas, donde más de un indigente encuentra un plato caliente de comida. Pero todo son parches mientras no se erradique la pobreza con una auténtica política de inserción social por parte del Estado. No se trata ya solamente de dar de comer al hambriento, atender a los enfermos y en especial a los drogadictos, sino educar socialmente a estos millones de personas que viven asilvestradas, y crear centros de aprendizaje profesional para un colectivo muy conflictivo, que nunca ha conocido la disciplina ciudadana. Puede también uno imaginarse con qué rencor mirarán estos “parias de la tierra” a los que el destino no ha privilegiado. ¿Servirán para algo estos programas televisivos, se adoptan ya medidas, o sirven solamente para avergonzarnos por nuestra vida “burguesa”?
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