El volcán islandés Eyjafjalla nos ha hecho ver muchas cosas que, o no habíamos percibido antes o habíamos pasado por alto. En primer lugar que la Tierra, el planeta en el que somos huéspedes, aún es joven, no ha acabado de hacerse en muchos lugares. Debajo de nuestros pies existen cantidades inmensas de fuego, de magma, que buscan un resquicio por donde salir. Tenemos el ejemplo del Etna, del Teide. Los científicos calculan una posible erupción del volcán Epomeo, en la isla italiana de Isquia y los vulcanólogos miran con desconfianza al Vesubio, que no deja de expeler fumarolas, temiendo que pudiese repetirse una catástrofe aún mayor que la de Pompeya, estando Nápoles, como aquel que dice, a los pies del volcán.
El volcán islandés nos ha demostrado –como los tsunamis, los huracanes, los terremotos- qué frágiles somos ante la Naturaleza, cómo toda nuestra civilización se viene abajo cuando la Tierra se despereza. Millares de muertos en las catástrofes naturales, que ni el más sofisticado sistema de alarma puede detectar a tiempo. Ahora, con la nube de ceniza del volcán islandés, que también rozó a España, millares de personas, como hormigas desorientadas, vagando por los aeropuertos mundiales por la cancelación de centenares de vuelos a todas partes del mundo.
¿Nos hará meditar el Eyjafjalla sobre nuestra relación con la Naturaleza? ¿Tenemos derecho a contaminarla, no somos estúpidos al destruir paulatinamente la esfera sobre la que vivimos? No es que la Naturaleza se vengue, los primeros perjudicados, por ejemplo, por la destrucción de la capa de ozono, somos nosotros y las generaciones que nos sigan, a las que tenemos el deber de legarles un mundo mejor. La Tierra vive. La Naturaleza, a la que también pertenecemos nosotros, somos sus criaturas, impone sus leyes, por mucho que nos empeñemos en ignorarlo.
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