Una amiga de Cartagena nos envía esta interesante carta publicada hace un par de días en la rúbrica “Cartas al Director” del diario La Verdad en su edición de Murcia. Dice así:
“Soy profesor. Lo confieso. En un centro público. Tengo una clase con 34 alumnos que acarician los 16 años. Entre ellos los hay de origen boliviano, ecuatoriano, marroquí, ucraniano y chino.
Orgulloso, puedo asegurar que, si no fuera por su aspecto, me sería difícil distinguir a los que han nacido aquí de los foráneos. A la hora de relacionarse, de pelearse o de enamorarse no tienen en cuenta raza ni cultura. Es mérito suyo y de sus familias, sí, pero creo yo que algo de culpa habremos tenido sus profesores. La mayoría son de padres obreros, aunque cada vez más tienen a sus progenitores en el maldito paro. Pero también tengo a hijos de guardias civiles, enfermeros, ferroviarios, policías, autónomos.
Algunos traen a clase el último iphone y se burlan de mi prehistórico móvil. Hay, por contrapartida, más de cinco a los que, con absoluta discreción, les hemos facilitado todo el material escolar, a veces de nuestro bolsillo, sabedores de su desesperada situación familiar y no queriendo que se resintiera ni su dignidad ni su futuro.
Los hay muy trabajadores, junto con los desencantados a los que tenemos que empujar para que no abandonen; hay quienes, por sus graves carencias, apenas entienden lo que leen y tenemos que prepararle materiales adaptados; los hay que se rebelan contra normas y debemos batallar de continuo con ellos, aunque sólo sea para hacerles ver que no somos su enemigo. Llevo más de 20 años intentando enseñar. Por desgracia, he tenido que acudir al entierro de tres e intentar consolar a sus compañeros. Me los he llevado de viaje, estando todo el día a su disposición. He hecho teatro con algunos, en recreos y mis tardes libres, apartando a bastantes de las calles. Me las he visto canutas ya que he tenido que hacer de psicólogo, enfermero o mediador familiar, sin preparación alguna.
Muchas tardes llego a casa exhausto y descargo mi mal humor con los míos, pues me resulta difícil no llevarme conmigo mi trabajo y sus problemas implícitos. Me entristece recibir la incomprensión e ingratitud de la sociedad en la que vivo.
Pero lo que me altera, lo que me irrita, lo que me indigna es la prepotencia, el desprecio con los que nos tratan las nuevas autoridades políticas y educativas. En el colmo de la desvergüenza, con una gran ración de demagogia, nos arrojan al lodo de la opinión pública tachándonos de insolidarios y vagos, de absentistas.
En el colmo del cinismo pontifican porque ponemos el grito en el cielo al protestar porque quieren meternos con calzador a 10 alumnos más en las ya saturadas aulas. El grandísimo problema es que para ellos, los apóstoles del liberalismo, nosotros somos solo cifras, los chicos, los hijos y nietos de ustedes, son sólo números, no personas, muy complejas. Y lo que me saca ya de mis casillas es constatar que en todos los años en los que he enseñado en centros públicos, no he tenido jamás a ningún hijo de político.
Así se comprende mejor la singular desprotección de la enseñanza pública. Soy profesor. Profesor en un centro público. Lo confieso. He pecado. Pero no me arrepiento.
Arístides Mínguez”
No sé lo que ustedes pensarán, pero a mí se me han puesto los vellos como escarpias ante la desesperación y la impotencia que rezuman las palabras de este pobre hombre. Es uno de tantos entre los que, en su día y mayoritariamente por vocación, decidieron dedicar su vida a la enseñanza. Hoy, con la crisis que estamos pasando, viven diariamente en sus carnes los tijeretazos que convierten a su colectivo en parias y su trabajo de enseñantes en una “maldición”.
M.R.
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