Mi filosofía es que todo el mundo sea feliz a su manera. Por eso, cuando oigo muchos disparates y patrañas sobre los que se basa la fe de los creyentes, sólo pienso para mí cuánta irracionalidad existe en el mundo. Lo que sí me indigna es que la Iglesia (ya sabemos todos a qué Iglesia me refiero, por eso es la única verdadera), envíe a sus fuerzas de choque a las puertas de teatros y cines en los que se representan obras que ven lo religioso desde otra perspectiva. Da casi vergüenza ajena ver esas caras contraídas de odio: las monjas y mujeres no casadas con Jesucristo con el rosario en la mano, como arma arrojadiza, los hombres con sus crucifijos parecen dispuestos a liarse a cristazos. Nadie ha visto la obra o la película contra la que protestan, pero todos están unidos en la misma fe, para ellos absoluta e inamovible.
La fe les ayuda a superar el gran miedo a la muerte. Es un consuelo. Pero existe una contradicción: si después de la muerte nos espera la vida eterna en la Gloria, contemplando a Dios (Benedicto XVI, Ratzinger), en compañía de Jesús, de la Virgen y de todos los santos de nuestra devoción y de nuestros familiares y amigos, lo lógico sería desear morirse lo antes posible. Pero es un hecho comprobado que cuánto más creyentes, más miedo al final de esta existencia terrenal. Y menos mal que es así. Imaginémonos que los cruzados de la Iglesia fuesen como los musulmanes que se autoinmolan para asesinar al mayor número de personas en nombre de Alá, para así entrar ya en el Paraíso con huries, que les espera. Nuestros creyentes parecen no ser tan impacientes. Pero en parte son igual de fanáticos. Es el miedo.
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