"En su iluminador libro El hombre roto por los demonios de la economía (Editorial San Pablo), Luis González-Carvajal señala el divorcio entre economía y moral como el origen del seísmo que hoy padecemos. En efecto, durante siglos el estudio de las diversas realidades económicas fue encomendado al juicio de teólogos, juristas y moralistas; pero, a partir del siglo XVIII, se impuso la consideración de que las leyes que rigen la economía son tan naturales y tan inamovibles como las propias leyes de la naturaleza. «Igual que no tiene sentido preguntarse si es moral o inmoral que los cuerpos caigan en el vacío con un movimiento uniformemente acelerado escribe González-Carvajal, explicando la posición de los fisiócratas, tampoco tendría sentido preguntarse si son morales o inmorales las leyes del mercado; son así y basta». Tal consideración es, por supuesto, mendaz, como a cualquier persona mínimamente dotada de sentido común no se le escapa: la actividad económica es hija de la iniciativa humana, de la voluntad humana de transformar la naturaleza; y, por lo tanto, toda decisión económica no está regida por leyes ciegas e inexorables, sino que es el fruto de una elección: se puede elegir entre ahorrar y consumir, entre subir o bajar el precio de los bienes, entre cobrar o condonar una deuda. Y allá donde hay elección, actúa la moral: la economía, como todas las ciencias humanas, es una ciencia moral.
Pero los moralistas fueron expulsados del ámbito económico; y, a medida que la economía se iba haciendo más pretendidamente científica, los juicios morales que trataban de orientarla se juzgaron más impertinentes o intempestivos, hasta que pronto el economista pudo decir sin empacho que el moralista estaba «hablando de cosas que no entendía». Simultáneamente, la cultura occidental moderna fue tendiendo progresivamente a un individualismo creciente hijo de la Reforma protestante y de la filosofía idealista que concebía la sociedad como un mero agregado del que quedaba desterrada la noción de bien común. Y el moralista, viendo que su actividad no era reconocida en el ámbito público, se resignó a confinarla en un ámbito privado, personal o familiar, desde el que creyó que podría aspirar a reformar la sociedad. Naturalmente, se trataba de una creencia ilusoria: en primer lugar, porque es problemático que aquello que no tiene un reconocimiento público pueda tenerlo privado; en segundo lugar, porque ese reconocimiento privado, confrontado con un entorno hostil, acaba tornándose inoperante, por asfixia o claudicación. Expresión de este proceso de paulatino arrinconamiento y condena a la irrelevancia de una moral circunscrita al ámbito privado lo constatamos, por ejemplo, en el ámbito católico: a medida que la Iglesia renunció a pronunciarse sobre los fundamentos del orden temporal (político y económico) y se orientó cada vez más hacia un ámbito personal (moral sexual, moral matrimonial, etcétera), sus postulados fueron, por un lado, menos seguidos (de cintura para abajo, muchos sedicentes católicos hicieron de su capa un sayo) y, por otro, más difíciles de encajar en un ámbito público refractario (lo que provoca que muchos católicos estén aquejados, como denunciaba recientemente Benedicto XVI, de una «esquizofrenia entre la moral individual y pública», de tal modo que «en la esfera individual son católicos, creyentes, pero en la vida pública siguen otras vías que no responden a los grandes valores del Evangelio»).
Inevitablemente, una economía convertida en ciencia exacta y desligada de la moral acaba confundiendo medios y fines. Así, puede entenderse que, por ejemplo, Milton Friedman se haga esta pregunta brutal en su divulgado Capitalismo y libertad: «Si el fin no justifica los medios, ¿quién los va a justificar?». O que John Maynard Keynes escribiera en 1930: «Debemos valorar los fines por encima de los medios y preferir lo que es bueno a lo que es útil. [...] Pero, ¡cuidado!, todavía no ha llegado el tiempo de todo esto. Por lo menos durante otros cien años debemos fingir que lo justo es malo y lo malo es justo; porque lo malo es útil y lo justo no lo es. La avaricia, la usura y la cautela deben ser nuestros dioses todavía durante un poco más de tiempo. Pues solo ellos pueden sacarnos del túnel de la necesidad económica y llevarnos a la luz del día».
Han pasado casi cien años desde que Keynes escribiera estas palabras escalofriantes; y ya vemos que «los dioses de la avaricia, la usura y la cautela», lejos de llevarnos a la luz del día, nos han internado en un túnel sin salida".
Fuente: XL Semanal
Autor: Juan Manuel de Prada
Pero los moralistas fueron expulsados del ámbito económico; y, a medida que la economía se iba haciendo más pretendidamente científica, los juicios morales que trataban de orientarla se juzgaron más impertinentes o intempestivos, hasta que pronto el economista pudo decir sin empacho que el moralista estaba «hablando de cosas que no entendía». Simultáneamente, la cultura occidental moderna fue tendiendo progresivamente a un individualismo creciente hijo de la Reforma protestante y de la filosofía idealista que concebía la sociedad como un mero agregado del que quedaba desterrada la noción de bien común. Y el moralista, viendo que su actividad no era reconocida en el ámbito público, se resignó a confinarla en un ámbito privado, personal o familiar, desde el que creyó que podría aspirar a reformar la sociedad. Naturalmente, se trataba de una creencia ilusoria: en primer lugar, porque es problemático que aquello que no tiene un reconocimiento público pueda tenerlo privado; en segundo lugar, porque ese reconocimiento privado, confrontado con un entorno hostil, acaba tornándose inoperante, por asfixia o claudicación. Expresión de este proceso de paulatino arrinconamiento y condena a la irrelevancia de una moral circunscrita al ámbito privado lo constatamos, por ejemplo, en el ámbito católico: a medida que la Iglesia renunció a pronunciarse sobre los fundamentos del orden temporal (político y económico) y se orientó cada vez más hacia un ámbito personal (moral sexual, moral matrimonial, etcétera), sus postulados fueron, por un lado, menos seguidos (de cintura para abajo, muchos sedicentes católicos hicieron de su capa un sayo) y, por otro, más difíciles de encajar en un ámbito público refractario (lo que provoca que muchos católicos estén aquejados, como denunciaba recientemente Benedicto XVI, de una «esquizofrenia entre la moral individual y pública», de tal modo que «en la esfera individual son católicos, creyentes, pero en la vida pública siguen otras vías que no responden a los grandes valores del Evangelio»).
Inevitablemente, una economía convertida en ciencia exacta y desligada de la moral acaba confundiendo medios y fines. Así, puede entenderse que, por ejemplo, Milton Friedman se haga esta pregunta brutal en su divulgado Capitalismo y libertad: «Si el fin no justifica los medios, ¿quién los va a justificar?». O que John Maynard Keynes escribiera en 1930: «Debemos valorar los fines por encima de los medios y preferir lo que es bueno a lo que es útil. [...] Pero, ¡cuidado!, todavía no ha llegado el tiempo de todo esto. Por lo menos durante otros cien años debemos fingir que lo justo es malo y lo malo es justo; porque lo malo es útil y lo justo no lo es. La avaricia, la usura y la cautela deben ser nuestros dioses todavía durante un poco más de tiempo. Pues solo ellos pueden sacarnos del túnel de la necesidad económica y llevarnos a la luz del día».
Han pasado casi cien años desde que Keynes escribiera estas palabras escalofriantes; y ya vemos que «los dioses de la avaricia, la usura y la cautela», lejos de llevarnos a la luz del día, nos han internado en un túnel sin salida".
Fuente: XL Semanal
Autor: Juan Manuel de Prada
La ilustración del artículo de Juan Manuel de Prada inspirar terror y repugnancia al mismo tiempo. Pero más miedo nos tendría que dar el futuro que nos espera de cumplirse las palabras de Kaynes plasmadas en las reflexiones del Sr, de Prada y, que, desde luego, debieran abrirnos los ojos de una vez por todas sobre la verdadera faz del capitalismo.
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