La huelga, como los partidos de fútbol que acaban cero a cero, termina siempre en un debate inútil. Más que nunca el éxito y el fracaso son, como en el poema de Kipling, dos impostores. Si la huelga pretendía forzar al Gobierno a cambiar de rumbo ante el clamor popular, es un fracaso. Si el Gobierno confiaba en la soledad de la izquierda contra su gestión, entonces el 14N es un éxito. Pero ese es un debate inútil. En una huelga general, como en la guerra, la primera víctima es la verdad. Los porcentajes ficticios forman parte del guión. Al final la cifra esencial no es la gente que ayer no fue a trabajar; sino la gente que hoy, como ayer, no puede ir a trabajar. Son seis millones. No es una huelga general, es un drama general.
La clase política, sin embargo, parece enrocada en la endogamia de sus pleitos. Lejos de la realidad. Ayer en las redes sociales había broncas sonrojantes. Ciertamente la izquierda debería hacerse ver porqué se siente más cómoda en una manifestación que en las instituciones. Su bancada del Congreso estaba desierta; el Parlamento andaluz cerrado; y los dirigentes de IU prefirieron la pancarta al templo de la soberanía popular para defender sus enmiendas. Voces del PP les reprochaban que además cobrasen el sueldo. Claro que la bancada del PP también suele estar vacía sin necesidad de huelga. En definitiva el mal de fondo es el mismo: la clase política ha asumido que las instituciones son suyas. Usan el tiempo y el dinero de los ciudadanos para hacer huelga o para hacer campaña electoral o para actos del partido vaciando los despachos sin pudor. Consideran optativo trabajar. Su patente de corso: saben que nadie los va a despedir. Seis millones de ciudadanos perplejos les contemplan. O varios millones más.
'Ausencia de incidentes'. Ese es el eufemismo para dar por aceptable el nivel de violencia de los piquetes al amanecer en los mercados o en el transporte engrasando la coacción, con un centenar largo de detenidos y decenas de heridos. Y todo esto se ha integrado en la idea colectiva de 'normalidad'. Qué cosas. No hay nada respetable si necesita la violencia para hacerse respetar. Cuando existe intimidación ya está de más el debate aritmético de la participación, que es un debate civilizado. Mientras la huelga comience con piquetes, silicona, contenedores en llamas y golpes en las persianas metálicas de los pequeños comercios humillando a sus propietarios, no hay normalidad a pesar de la buena prensa de la lucha obrera.
La huelga acaba siempre en esa sensación frustrante: mensajes ventajistas; debates irrelevantes; y la violencia arqueológica del XIX aún en el XXI. Y así parece resolverse la huelga del 14N: una huelga más.
Diario Sur – El Mirador
Autor: Teodoro León Gross
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