Entre las festividades populares, religiosas, „paganas“ más bellas de España está la llamada Semana Santa, que se celebra con procesiones, a cuál más íntima, más emocionante y más espiritual, en todas las ciudades y pueblos de España. Pero para mí lo más sublime de estas procesiones está en Sevilla, donde compiten en recogimiento, en fervor y amor a su patrona distintas hermandades.
De las procesiones de Sevilla la que más hondo me llega en su aspecto artístico-estético es la de La Macarena, obra de autor desconocido, muy restaurada por diversos escultores a lo largo del tiempo. Es tanta la belleza del rostro de La Macarena que no es de extrañar que sólo las lágrimas expresen fielmente lo que sentimos al contemplar los rasgos y la expresividad de esta talla, digna de figurar junto a las diosas egipcias o grecorromanas más bellas de la antigüedad clásica. De no ser ya así, La Macarena merece ser patrimonio de la Humanidad.
Curiosa y afortunadamente, la Iglesia católica parece mantenerse un tanto al margen de la celebración de las procesiones. Los miembros de las hermandades pasan así a ser los sacerdotes de un culto del y para el pueblo.
Pero no todo es belleza en las procesiones españolas. Las autoridades deberían prohibir como masoquista exhibicionismo esos actos en los que fieles se flagelan públicamente, hasta hacerse sangrar o se someten a tremendos suplicios cargando con pesadas cruces o con los brazos en cruz atados con gruesas cuerdas en maderos, los llamados “empalados”. La Iglesia católica calla. Gusta de estas expresiones del más primitivo sadomasoquismo y lo toma como emulación de la presunta crucifixión de Jesús. Para mí que existe una sutil relación emocional del público entre estos espectáculos y las corridas de toros, en las que hay mucho de “religiosidad”.
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