jueves, 11 de marzo de 2010

El poder de la palabra

El poder de la palabra


Cuando alguien tiene un conflicto, si es católico practicante (e ingenuo) acudirá a su confesor. En el confesionario, en un ambiente sacro, rodeado de un silencio que le tranquiliza y protege y sabiendo que un representante de Dios le escucha, la persona con el conflicto puede “abrir su corazón” y “dejar fluir todo el magma del volcán interno que le atormenta”. Sabe que el sacerdote está obligado por juramento a no revelar a nadie lo que escucha en el confesionario. Sin duda, acabada la confesión, echado fuera de sí el lastre que la oprimía, la persona en cuestión, después de oír el “te absuelvo” y la penitencia impuesta, se siente aliviada y reconciliada consigo misma. Pero un sacerdote no puede tratar ni curar una enfermedad mental (al revés, sin querer puede hacer mucho daño). Para las enfermedades psíquicas están los psiquiatras y los psicólogos. Los psiquiatras son médicos y los únicos facultados para recetar. Hay psiquiatras y psicólogos modernos que aconsejan a sus pacientes que comuniquen sus problemas anímicos a sus familiares y amigos. En sí, el consejo no es descabellado. La palabra, dicha a personas queridas y en las que se confía, tiene un gran poder curativo. Pero si el paciente no sabe medir bien su necesidad comunicativa y su deseo de empatía, puede a medio plazo resultar oneroso a sus familiares y a sus amigos y verá, con el consiguiente sufrimiento, cómo sus familiares le rehuyen y cómo se va reduciendo el círculo de sus amistades.

Las personas de principal referencia del paciente mental han de ser el psiquiatra y el psicólogo, quienes tampoco han de dar consejos, sino sutilmente hacer sugerencias, que parezcan que nacen del propio paciente, que es la primera persona importante en la resolución o alivio de un conflicto psíquico y que tiene que aprender a dialogar o razonar consigo mismo, siguiendo las pautas que le marquen su psiquiatra o su psicólogo. La palabra tiene un gran poder (para bien o para mal) en el paciente. No obstante, en la mayoría de los casos no bastará sólo con la palabra, el “logos”: será preciso recurrir a los psicofármacos (recetados por el psiquiatra). Así se establece una interrelación entre la palabra y la química, potenciándose recíprocamente.

Una palabra puede elevarnos. Una palabra puede hundirnos. Habremos llegado a la madurez psíquica cuando seamos inmunes a las palabras negativas, cuando nos afirmemos a nosotros mismos a pesar de nuestros trastornos físicos o psíquicos. Uno mismo es su mejor psiquiatra y su mejor psicólogo si aprendemos a serlo con la ayuda de estos profesionales de la mente.

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