El forzado contencioso de una parte de los catalanes contra la pertenencia a España, tal y como la concibe, en términos de nación, el presidente de la Generalidad, Artur Mas i Gavarró (ya podría llamarse “Menos” para no ser tan radical), está adquiriendo tintes que van de lo grotesco a lo peligroso.
Hace un par de días, el consejero catalán de interior Felip Puig apelaba a la lealtad de los Mossos d’Esquadra en caso de conflicto con España, sugiriendo que los Mossos se convirtieran en “el ejército de Cataluña” (“una estructura de Estado”, según sus propias palabras).
¿Estamos ya todos chaveta? Ya somos todos grandecitos para jugar a los soldados de plomo. Pero no olvidemos que el Rey Juan Carlos es el jefe supremo de las Fuerzas Armadas Españolas (también catalanas) y que con su probada sensatez no permitirá que la sangre llegue al río.
Al igual que el problema en el País Vasco, donde muy astutamente se observa el desarrollo del independentismo catalán, una Cataluña insumisa –si es que llega a serlo– será sólo un asunto para las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, se pongan Mas, Pujol y demás iluminados como se pongan.
Para mí, lo triste de todo este asunto es tener que constatar que una parte de la sociedad catalana es racista. Curiosamente, los más fogosos en eso de la independencia, son descendientes de antiguos inmigrantes de otras partes de la Península. Se creen superiores a esos catetos allende el Ebro. Sí, hay muchas cosas que desearía cambiar en España para hacerla una nación más importante. Pero ello no significa romper la nación. Para todos nosotros, incluidos por supuesto catalanes y vascos, fue un auténtico regalo del destino habernos hecho nacer en la vieja Iberia y no en algún país del Tercer Mundo.
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