Pasados ya unos días de la poco afortunada frase del ministro de Educación, José Ignacio Wert de enseñar español a los niños catalanes, cabe meditar sin apasionamiento esta expresión.
En primer lugar, me parece inadecuada, en este contexto, la palabra “español”. Española es toda lengua que se hable en España. Tan español es el euskera o el catalán como el castellano. Existe un ensayo del prestigioso filólogo Manuel de la Fuente sobre el libro “El rumor de los desarraigados” del lingüista Ángel López García (Valencia), libro que me cautivó y constituyó desde entonces mi norte en la complicada situación de las lenguas de España. Como supongo que a ustedes puede interesarle el ensayo, lo reproduzco en “Tema de hoy”.
“Que el problema de los nacionalismos (ahora eufemísticamente llamado no “problema” sino “fenómeno” en un ingenuo -aunque en ocasiones loable- intento por apaciguar los ánimos) es uno de los más candentes y de más difícil resolución en España es algo que parece incuestionable. No tanto por el sustrato ideológico del pensamiento nacionalista, sino por las peculiaridades históricas y sociales en las que nos encontramos y, también, por el empecinamiento de políticos irresponsables que, de uno y otro lado, se esfuerzan en tergiversar hechos y visiones para llevar los argumentos al terreno de cada cual. Como si la aparición de las distintas lenguas modernas en la Península Ibérica fuese un episodio de nuestra historia comparable al nazismo al que hay que borrar de nuestro inconsciente con la construcción gaullista de una nueva mitología de héroes y villanos.
Sea como sea, en España existe un problema de convivencia basado en una serie de susceptibilidades y recelos mutuos a los que pocas soluciones se aportan. Y, además, ese problema está ligado a una base lingüística, ya que cada bando utiliza su lengua como bandera y argumento de veracidad. Publicado en 1985, y merecedor del XIII Premio Anagrama de Ensayo, “El rumor de los desarraigados” constituye un ensayo magnífico que cumple a la perfección el objetivo de cualquier obra de este género que se precie: poner sobre el tapete asuntos de actualidad, con una formulación teórica coherente para llevar a la reflexión y al cuestionamiento de las verdades establecidas como oficiales.
El punto de partida del ensayo surge de una pregunta: ¿es el español una lengua de imposición? Pregunta importante puesto que parece ser la base histórica de los graves desencuentros entre las naciones que, a lo largo de la historia, han venido conformando el estado español. La pregunta surge de una serie de sospechas frente a esa “verdad oficial”: La constatación de que el problema de las naciones no es un problema de estado (puesto que las lenguas no pertenecen a los estados, sino a los individuos); o la inexistencia de un nacionalismo castellano paralelo al resto de nacionalismos peninsulares (es decir, la existencia de un nacionalismo denominado así, “castellano”, y no “español”); o la extrañeza que supone la grandísima expansión territorial del castellano, cuando Castilla no constituía, en la Alta Edad Media, una potencia militar, económica ni demográfica superior a los territorios orientales y septentrionales de la Península.
El apunte del autor, claramente documentado y argumentado, hacia la consideración del español como una koiné (es decir, una lengua de intercambio entre diversas comunidades lingüísticas), es un hecho que pocas veces se recuerda en nuestra educación escolar, pero que se convierte en una consideración elemental y básica para comprender no sólo el origen y desarrollo de nuestra/s lengua/s, sino también nuestro actual sistema de relaciones sociales. La línea histórica y argumentativa de López García resulta clara: el euskera (que ocupó en su momento una zona territorial mucho más amplia que la presente) tomó como base la lengua de Castilla para la creación de una koiné destinada a entenderse (en un sentido más amplio que el meramente idiomático, como puede ser el económico) con lenguas como el catalán. Así, la expansión del “español” (de este modo se denominaría la koiné, y no “castellano”, ya que el uso del castellano habría producido rechazo en el resto de comunidades) se entiende como esta voluntad de los pueblos de la Península por entenderse entre sí. Y las pruebas apuntan a ello, pruebas que señalan las pocas reticencias que mostraban muchos escritores catalanes a expresarse en la koiné, o la implantación de esta lengua de intercambio en amplios territorios de la Corona de Aragón.
Los problemas llegan, según el autor, con los Decretos de Nueva Planta de principios del XVIII, y con la implantación de un modelo de estado francés que rompe la convivencia y armonía entre las diversas comunidades lingüísticas de la Península Ibérica. El centralismo avasallador que tanto éxito ha dado en Francia, resultará un fracaso estrepitoso en nuestro país, por cuanto los hablantes que no usen la koiné pasarán a ser considerados, por la administración de Madrid-Castilla, como ciudadanos de segunda categoría. Así pues, lo que se había venido desarrollando como una convivencia pacífica, se convierte en un odio hacia lo castellano, al apropiarse la administración gubernamental de algo tan incontrolable y libre como una lengua de intercambio. Los traumas posteriores no serán (por si fuera poco) más que una profundización en la herida provocada por hacer desaparecer la idea de una lengua de intercambio y convivencia (el “español”) por la de una lengua impuesta sobre el resto (el “castellano”). El idioma que había empezado como un “rumor de desarraigados”, es decir, como una herramienta básica de relaciones sociales carente de una localización geográfica concreta (de ahí el precioso título del ensayo) cobra, mediante esta serie de procesos, una imagen de marca basada en la imposición y la intolerancia.
La variedad y profusión de ejemplos que sustentan esta argumentación da fe de la solidez de su base teórica. Por lo que las conclusiones cobran una especial relevancia porque se quedan abiertas al lector, y sólo se apunta un camino elemental: la necesidad de la eliminación de esta hostilidad en la que estamos inmersos hoy en día. Sin dejar de ser duro con las posiciones demagógicas de ambos bandos, López García traza un camino basado en el respeto y, por qué no, en la utilidad práctica del conocimiento mutuo:
“Muchos europeos aprenden normalmente tres lenguas a lo largo de su currículum académico: la materna, una lengua extranjera en calidad de primera koiné, y un segundo idioma como koiné cultural (…). No es mucho pedir que los españoles, europeos a pesar de todo, hagamos lo mismo; con una salvedad: aquí, por la razones indicadas, lo conveniente sería estudiar: la koiné española central que nos pone en relación a todos; las lenguas catalana, gallega o vasca para los habitantes de los territorios en que se hablan como idioma materno, pero también para los hispanoparlantes de otras zonas, y en cada caso aquella que históricamente se ha relacionado de forma más directa con ellos; una lengua extranjera (…) De nada sirve prepararse idiomáticamente para la vida comercial moderna, y aprender inglés a conciencia, si no se está preparado al mismo tiempo para convivir con quienes la geografía ha puesto, queramos o no, en el disparadero de nuestros horizontes vitales” (pp. 124-125).
Texto polémico porque huye de los dogmatismos y toma la ciencia como base de análisis, porque argumenta de manera sensible sin por ello caer en ningún tipo de victimismo ni loa triunfalista, “El rumor de los desarraigados” necesita de una reivindicación para situarlo como texto de referencia que nos ayuda a entender nuestro sistema social. Urge, por ejemplo, una reedición que vuelva a mostrar el valor educativo de un texto imprescindible”.
El ensayo de Manuel de la Fuente debería ser leído por muchos políticos y ciudadanos antes de pronunciarse sobre problemas tan complicados como la esencia de ese ente abstracto que conocemos como España.
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