Este pasado puente oí una noticia en la televisión que me puso los vellos como escarpias: una juez de Burgos estaba investigando el intento de suicidio de una joven tras haber sido sometida a instancia de sus padres a 13 sesiones de exorcismo cuando todavía era menor de edad (ahora tiene 18 años).
El exorcista, "legítimamente nombrado" por su obispo, ejercía en Valladolid, tierra de cristianos viejos, lo que inmediatamente me hizo pensar en los tristemente famosos autos de fe de la Santa Inquisición, que tan solemnemente solían celebrarse en esa ciudad y que se dilataron allí hasta el siglo XVIII. Por asociación de ideas, me vino también a la mente la obra “El hereje” en la que Miguel Delibes nos transporta con su magistral prosa a ese Valladolid del siglo XV, donde el Santo Oficio campaba a sus anchas y deleitaba a los espectadores, nobles y pueblo llano, con espectáculos tan bochornosos y espeluznantes como los juicios en plena Plaza Mayor a los supuestos herejes vestidos, para mayor mofa y escarnio de los presentes, con sambenitos y capirotes. La ceremonia de su posterior quema en la hoguera, con los aterradores aullidos de dolor y el clamor de la muchedumbre como música de fondo hubiesen probablemente hecho las delicias del propio Nerón, que se sirvió más de quince siglos antes de ese mismo método expeditivo para deshacerse de los incómodos cristianos.
Pero basta ya de elucubraciones sobre tiempos pasados. Volvamos al exorcismo de la adolescente burgalesa quien, después de varias tentativas frustradas de suicidio, decidió el 24 de septiembre de 2013 tirarse por el balcón desde un tercer piso para acabar con su vida. Aunque no creo que “afortunadamente” sea el adverbio correcto dada la penitencia que le tocará cumplir de por vida, la joven no consiguió su objetivo y se halla desde entonces postrada en una silla de ruedas.
Sin embargo, la Justicia no tomó cartas en el asunto hasta que los tíos de la joven presentaron una denuncia por violencia física y psíquica, lesiones graves, trato degradante e inducción al suicidio. En cuanto a la Iglesia, una vez más se ha lavado las manos como Poncio Pilatos. Según publicó el diario El Norte de Castilla el pasado 7 de diciembre, “el Arzobispado de Burgos «comparte el sufrimiento de la joven y su familia», pero se desvincula tanto del intento de suicidio como de la denuncia familiar, y aclara que todo el procedimiento previo y posterior al exorcismo ha observado estrictamente lo atenido en el Derecho Canónico para esta práctica”.
La protagonista, esa pobre muchacha maltratada y martirizada por culpa de la beata obtusidad de mente de sus padres, declaró ante la policía que venía padeciendo de anorexia desde 2012. Este trastorno le provocó frecuentes crisis de ansiedad y la llevó a autolesionarse hasta el punto de realizarse cortes en las muñecas en varios intentos fallidos de suicidio.
Ante estos problemas de inestabilidad psicológica derivados de la anorexia que padecía, sus padres, católicos fundamentalistas que se negaban a enfrentarse a la realidad, dedujeron que su hija debía estar poseída por el mismísimo maligno. Desgraciadamente, todavía existe en España gran cantidad de gente inculta que cataloga a un cierto tipo de patologías psiquiátricas como “posesión diabólica” y, lo que es peor, tanto el Estado como la Iglesia aceptan esa mala interpretación y no hacen nada por ponerle freno. En el caso de la Iglesia, después de conocer la particular relación que tenía el Papa Benedicto XVI con el exorcismo, su actitud es explicable, aunque a estas alturas, incomprensible. Pero, si realmente somos un Estado aconfesional, ¿qué hace éste para proteger a los ciudadanos de fanatismos anacrónicos de esta índole, cometidos en el seno de la Iglesia por sacerdotes que dependen del obispo y operan con su autorización e, incluso, su bendición?
Margarita Rey
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