Prometí escribir algo para el blog durante la ausencia forzosa del “jefe” y, desde aquí entono de un sincero mea culpa por haber incumplido mi palabra, pero ya conocen eso de “el hombre propone…”
En la clínica, viendo lo débil que se estaba quedando Manuel con el tratamiento de choque con antibióticos por vía intravenosa para erradicar la infección que le provocó un principio de septicemia, empecé a considerar la posibilidad de mudarnos a un piso que tenemos cerca del parque y que en ese momento estaba libre de “aquilinos”, como dice el pueblo llano en La Mancha. La verdad sea dicha, desde hacía un cierto tiempo me venía rondando la idea de cambiar de aires. Nuestro piso, demasiado grande y “museal“ para dos personas que van cumpliendo años, se estaba convirtiendo en una rémora a la hora de mantenerlo limpio y ordenado. Además, las múltiples alfombras –reliquias de nuestros años centroeuropeos donde estos cubresuelos, aparte de ser una hermosa decoración son realmente necesarios incluso en verano– eran un obstáculo más a franquear para los elegantes bastones de colección de Manuel. Así que, sobre la marcha, decidí pasar directamente de la clínica a la nueva casa –aunque, por el momento, bastante ligeros de equipaje: sólo dos maletas de ropa y enseres varios nos acompañarían en este cambio de domicilio–.
Esta decisión fue una de las mejores que he tomado en los últimos tiempos. Manuel se sintió desde un principio muy a gusto en su nuevo entorno. El hecho de saber que, en caso de estropearse el ascensor, sólo nos separa un piso del portal de entrada en lugar de los seis que teníamos que franquear en la otra casa, le proporciona mucha tranquilidad. También el salón-comedor, de dimensiones más reducidas, le da esa sensación de intimidad que ahora tanto necesita.
Los 2 meses de espera hasta la operación pasaron con una rapidez asombrosa. Manuel había perdido 10 kilitos gracias a la dieta, quedándose hecho un figurín. Claro que, como estaba inapetente, yo intentaba darle comida apetecible en pequeñas porciones tipo “tapita”. Extrañamente y habida cuenta de que el protagonista de esta crónica es, como la mayoría de intelectuales masculinos, bastante aprensivo, durante la espera se comportó y estuvo la mar de modosito. Eso sí, no paraba de darle vueltas al magín de cómo había sido posible que se le hubiese organizado una patología de semejante envergadura, sin haber antes tenido ninguna molestia o síntoma que apuntasen a una dolencia biliar. También su ingreso en la clínica y los primeros días de tratamiento estacionario le deparaban quebraderos de cabeza al estar cubiertos por un tupido velo de desmemoria. Una y otra vez me pedía que le relatase cómo se me ocurrió llevarle de sopetón a la clínica y qué sucedió en la primera semana de su estancia allí.
Por fin llegó el momento de la intervención quirúrgica. El cirujano nos indicó que, en un principio, se intentaría que fuese una colecistectomía laparoscópica, aunque eso se decidiría al ver exactamente con qué se encontraba al hacer la incisión e introducir la cámara en el abdomen. Al parecer, a menudo y debido a algún tipo de complicación, es necesario durante la intervención pasar a un abordaje convencional, lo que en el lenguaje de los cirujanos se conoce como “conversión”. Afortunadamente, gracias a la pericia del magnífico cirujano general, Dr. Alfonso García Rosa, la operación fue todo un éxito y eso a pesar de que se hizo necesaria la extirpación añadida de un absceso hepático con el que no se había contado al no haber sido detectado en la última ecografía.
A los cinco días Manuel ya estaba en casa. Debilucho, eso sí, muy mimosín y mucho más caprichoso con la comida, él que ya de por sí es bastante tiquismiquis. Ni que decir tiene que era imposible pensar en una mudanza convencional bajo esas circunstancias. Había que hacerla pasito a pasito y procurando que Manuel no se quedase solo en casa por si le fallaban los pies en algún momento.
En primer lugar había que hacer el traslado de línea telefónica y ADSL, aunque el ordenador tomaría vacaciones porque nuestro informático no nos podía atender por no dar abasto con sus clientes en tiempos de la declaración de la renta. Así que tuvimos que estar un tiempo a base de un vetusto ordenador portátil que nos prestaron para que no tuviésemos “mono” (el nuestro, de última generación, forma parte del inventario de nuestro piso en la playa y espera pacientemente nuestras próximas vacaciones). Un artilugio del diablo que nos ha traído de cabeza hasta que nos instalaron hace poco el PC grande.
Luego lo más difícil, la biblioteca. Todo hubiese sido menos complicado si mi cuñada hubiese tenido espacio para hacerse cargo de una parte de ella. Desgraciadamente, ella también tiene sus problemas de espacio, ya que sólo la literatura jurídica que necesita para ejercer la carrera de abogada le ocupa casi una habitación. Así que, poco a poco, empecé a seleccionar los libros que íbamos a regalar. Me dolía en el alma separarme de muchos de ellos y más teniendo en cuenta que antes de volver a España tuvimos que desprendernos de unas doce cajas que regalamos a diversas bibliotecas, entre ellas a la sección de español de la Universidad de Maguncia.
En primer lugar había que hacer el traslado de línea telefónica y ADSL, aunque el ordenador tomaría vacaciones porque nuestro informático no nos podía atender por no dar abasto con sus clientes en tiempos de la declaración de la renta. Así que tuvimos que estar un tiempo a base de un vetusto ordenador portátil que nos prestaron para que no tuviésemos “mono” (el nuestro, de última generación, forma parte del inventario de nuestro piso en la playa y espera pacientemente nuestras próximas vacaciones). Un artilugio del diablo que nos ha traído de cabeza hasta que nos instalaron hace poco el PC grande.
Luego lo más difícil, la biblioteca. Todo hubiese sido menos complicado si mi cuñada hubiese tenido espacio para hacerse cargo de una parte de ella. Desgraciadamente, ella también tiene sus problemas de espacio, ya que sólo la literatura jurídica que necesita para ejercer la carrera de abogada le ocupa casi una habitación. Así que, poco a poco, empecé a seleccionar los libros que íbamos a regalar. Me dolía en el alma separarme de muchos de ellos y más teniendo en cuenta que antes de volver a España tuvimos que desprendernos de unas doce cajas que regalamos a diversas bibliotecas, entre ellas a la sección de español de la Universidad de Maguncia.
Esta vez, 35 cajas acompañaron nuestro nuevo éxodo. Apiladas en montañitas hasta el techo, ocupaban más de media habitación. Luego les llegó el turno a las estanterías. Montarlas, limpiarlas y un largo etcétera. De hecho, todavía no he acabado de colocar todos los libros en el que será su sitio de ahora en adelante.
Seguramente habrán ustedes oído hablar de la Ley de Murphy. Ya saben, el de la famosa frase: "Lo que pueda salir mal, saldrá mal", aplicable a la vida cotidiana. Y en nuestro caso, Murphy hizo su aparición estelar por la tarde-noche de un sábado de junio. Y lo hizo en forma de una cornisa que se desprendió del sexto piso y cayó en nuestro patio produciendo un tal estruendo que todos los vecinos se asomaron despavoridos a las ventanas de sus cocinas para ver qué había sucedido. Afortunadamente, yo había retirado la ropa tendida poco más de una hora antes, sino probablemente que a estas horas estaría alborotando a los angelitos para que armasen una huelga celestial. Según me enteré luego, hacía ya algún tiempo que se habían mandado presupuestar los trabajos de remodelación de la fachada trasera del edificio, la que da a los patios, y que los trabajos no había podido realizarse todavía debido al mal tiempo.
¡Ay, Murphy, qué presente estás en todo lo negativo que nos pueda suceder! A mí me encanta, por lo cierta, otra de sus sentencias (y viene bien a cuento ahora que tengo que traer decenas de archivadores y cajas enteras de papeles diversos, todos ellos supuestamente importantes): “Si lo archiva, sabrá donde está, pero nunca le hará falta. Si no lo archiva, lo necesitará, pero nunca sabrá dónde se encuentra”.
Pero volvamos a la cornisa y otros incidentes “murphiescos”. En menos de diez días hicieron aparición los “hombres-araña”. Ya saben, esos especialistas en trabajos en altura que se descuelgan por la fachada asegurados con harneses anticaída y protegidos con cascos contra impacto.
Ataviados al más puro estilo “Village People” y con un rollo de fieltro para proteger el parquet debajo del brazo, un martes a las 9 de la mañana (una concesión horaria a la reciente operación de Manuel) se presentaron en chorrilera los operarios que iban a realizar los trabajos de saneamiento de los patios. Por obra y magia de esos modernos “spidermanes”, nuestra casa se convirtió en un plis plas en una obra que duró más de dos semanas. Los más damnificados fuimos los vecinos del sexto y nosotros, los del primero, ya que los intrépidos trabajadores se subían al tejado desde el sexto y aterrizaban en nuestro patio. Y eso, varias veces al día.
La rutina de nuestra vida cotidiana sufrió no pocas alteraciones. Si alguna vez han tenido albañiles en su casa, sabrán de qué les estoy hablando. La escoba y la fregona se convirtieron durante las obras en mis más fieles ayudantes. Y, por fin, los trabajos llegaron a su fin, o, al menos, eso pensaba yo.
Después del desescombro y la limpieza del patio tuve que enfrentarme a la cruda realidad. El pavimento, de loseta catalana ya algo descolorida por el tiempo, estaba recubierto de salpicaduras de pintura blanca de exteriores. Cuando intenté limpiarlas vi con horror que el remedio había sido peor que la enfermedad. Ahora, el suelo, lleno de manchas, redondeles y churretes blanquecinos, presentaba un aspecto de lo más cutre. No me quedaba otra que cambiarlo. Y en eso estamos. Claro que, ahora que veo lo bonito que está quedando el suelo, he decidido ponerle un zócalo haciendo juego a las paredes del patio para que no desentonen. Con un poco de suerte, la próxima semana ya podremos estrenar patio.
Lo único bueno de toda la odisea son las innumerables y largas conversaciones con Manuel comentando los últimos acontecimientos en el panorama político, que no son pocos. Manuel dice que eso de no tener ya vesícula biliar tiene sus ventajas. Principalmente, la de no amargarse la vida al ver la cantidad de chorizos y mediocres que protagonizan la vida política de nuestro país.
Él, de momento, no está todavía de humor para comentar el desagradable día a día nacional e internacional en el blog. Yo, a partir de ahora, procuraré dentro de lo posible, aunque no diariamente, reanudar mis actividades en él. Lo cierto es que lo he echado mucho de menos. Y también a ustedes, aunque sean algo parcos en comentarios.
Margarita Rey
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