Toda España está aún
conmovida por el caso de un padre que mató a sus dos hijos pequeños (una niña y
un niño), calcinándolos después, para vengarse de su esposa que quería
divorciarse. Todos llevamos clavados en la mente esos ojos fríos y fijos, y el
rostro impasible, como una máscara, del asesino durante el juicio. En muchos,
en mí también, el primer pensamiento de rabia y de impotencia fue “pena de
muerte”. Pero no. La pena de muerte no soluciona nada. El ejecutado sólo siente
miedo durante unos momentos y después para él todo se acabó. Quedan las
víctimas, a las que nadie podrá devolver la vida, y los familiares, a quienes
el tiempo sólo muy despacio podrá mitigar su dolor. Con la pena de muerte
¡cuántos errores ha cometido la justicia (sobre todo los jurados populares)!
¿Quién resucita al inocente?
En mi opinión hay delitos
que merecen la pena de cadena perpetua. Pero que realmente se cumpla y que no
se recorten condenas por imperativos de la Ley o por buena conducta. No pocos
de los “indultados” vuelven a las andadas una vez en libertad. Esto se da
frecuentemente en los casos de violencia de género.
La cárcel no debe ser un
parking para los elementos hostiles a la sociedad, sino un lugar de reeducación
y de reinserción social, teniendo que decidir especialistas como psiquiatras y
psicólogos qué presos son aptos para
cambiar de conducta y dejar de
ser un peligro para los demás ciudadanos. En este orden de ideas, los forenses
juegan un papel decisivo. De su fallo depende mucho: que el acusado sea juzgado
con todo el rigor de la ley, si, según ellos, el reo es responsable de sus actos
o que los jueces decidan su internamiento en el pabellón psiquiátrico de una
prisión, donde recibiría tratamiento según su enfermedad mental, pero sin estar
exentos del régimen penitenciario. Después de observar en la televisión el
comportamiento del asesino Bretón, yo hubiese dictaminado que se trata de un
peligroso psicópata. Los forenses lo declararon normal.
Además, hacer lo mismo que, supuestamente, hizo el asesino, matar...¿de qué nos diferenciaríamos de él? ¿Autoproclamaríamos nuestra dudosa autoridad moral?
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