Me acuerdo como si fuese ayer. Corría el mes de mayo de 1986. Por aquel entonces, Mijaíl Gorbachov llevaba algo más de un año como secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la URSS y, desde ese alto cargo, estaba poniendo en práctica a marchas forzadas su “perestroika” (“reconstrucción”) que no era otra cosa que la reorganización y modernización de la política y la economía rusas.
Mi empresa, que trabajaba principalmente con los países del Este, como premio a un exitoso negocio de gran envergadura que habíamos llevado a buen puerto, nos había regalado a mis compañeras Kati, Olga y a mí un viaje de una semana a Budapest en compañía de nuestros respectivos esposos. Después de un día de turismo por Szentendré y sus alrededores, habíamos quedado a cenar con otro matrimonio más (András y Eva) en el tradicional Hotel Gellért, conocido por aquel entonces por su exquisita cocina. Mientras que Kati y su marido Attila, Olga, András y Eva eran húngaros de nacimiento, Egon era un suabo del Banat (Rumanía) que había cruzado años antes el Danubio a nado para escapar de la “securitate” de Ceaucescu.
En la sobremesa, nos pusimos como de costumbre a politizar. Hablábamos en alemán, para todos nuestro segundo idioma, a excepción de Egon quien, como todos los de su etnia, lo había aprendido desde pequeñito en casa. El tema principal de la conversación era si la política de Gorbachov iba a tener consecuencias para los otros países del Pacto de Varsovia. Mi querido esposo Manuel sorprendió a los presentes con la teoría de que, en tres años como mucho, el comunismo iba a caer. Nuestros amigos se rieron de él y le tacharon de iluso. Algo parecido a lo que hizo poco después un ilustre socialdemócrata, el político Peter Glotz, editor de la afamada publicación “Die neue Gesellschaft – Frankfurter Hefte”, que se negó a publicarle un artículo sobre ese mismo tema por considerarlo “ciencia-ficción” y que, sin embargo, tuvo gran éxito cuando, poco después, se emitió por los micrófonos de la famosa emisora alemana, Radio RIAS Berlín.
Les cuento este lejano episodio, para muchos una batallita del abuelo cebolleta, porque el 9 de este mes va a conmemorarse en Berlín, con un gran número de celebraciones que tendrán lugar durante todo el fin de semana, el 25 aniversario de la caída del muro, día en el que la profecía de Manuel se cumplió. Aunque para ser justos, todo empezó cinco meses antes, en junio de 1989, cuando Hungría desmanteló la valla fronteriza con Austria, lo que hizo que miles de ciudadanos de la República Democrática Alemana (RDA) huyesen a través de Hungría a Alemania Occidental y a Austria. El 11 de septiembre de 1989 se declaró la apertura oficial de la frontera, a través de la cual, en tan sólo tres días, 15.000 alemanes del este abandonaron la RDA. Esto conduciría a la caída definitiva del “muro de la vergüenza” (“Schandmauer”), que había perdido su sentido, el 9 de noviembre de 1989 y, posteriormente, a las primeras elecciones libres en la RDA el 18 de marzo de 1990.
Al gobierno de la RDA le superaron los acaecimientos y no le quedó otra que dimitir en pleno el 7 de noviembre de 1989. El único que aguantó el chaparrón fue Egon Krenz, al frente del Politburó. Pero tampoco él pudo evitar que, el 9 de noviembre de 1989, una masa de miles de alemanes orientales se dirigiese a la puerta de Brandenburgo, que separaba Berlín Occidental de Berlín Oriental. Ante lo inevitable, la frontera se abrió y una marea humana se dirigió a la “tierra prometida” para celebrar el acontecimiento.
Al día siguiente, multitudes de ciudadanos del este acudían a los puestos de frutas de Berlín occidental para comprar plátanos, un lujo hasta entonces inalcanzable para ellos. Como resultado, los avispados fruteros se apresuraron a subir el precio de ese fruto y, algunos periódicos abrieron con el titular: “La revolución de la banana” para mofarse de ese hecho.
Sin embargo, las expectativas de muchos "Ossis" (coloquial para alemanes del este) eran exageradas. Muchos de ellos creían que en Alemania occidental se ataban los perros con longanizas y que la mera caída del muro iba a convertirles en un pis pas, por arte de birlibirloque, en propietarios de un flamante Mercedes. No tardarían en darse cuenta de que la cosa no era tan fácil. Todavía hoy, 25 años después y a pesar del dinero invertido por Alemania occidental (se creó un impuesto especial de solidaridad, conocido como el “soli”, que aún sigue en vigor) continúan existiendo diferencias notables entre el este y el oeste de Alemania.
El historiador y catedrático emérito, Heinrich August Winkler, autor del libro: Die Geschichte des Westens – Vom kalten Krieg zum Mauerfall (La Historia del Oeste – De la Guerra Fría a la caída del muro), publicado recientemente por la Editorial C.H. Beck de Múnich, comenta que “La igualdad total no se ha logrado, pero los temores de la antigua República Federal de que el este de Alemania se convertiría en una región subdesarrollada que arrastraría al país durante décadas no se han cumplido. Es indudable que la reunificación ha traído grandes avances”.
Pero muchos alemanes del este, especialmente los mayores, echan en falta algunos logros y prestaciones de Alemania oriental en la época comunista (p.e. en el sistema sanitario y la educación). Por eso, el partido “Die Linke” (La Izquierda), nacido de una escisión de los socialdemócratas y los ex comunistas del SDS, tiene especial éxito en Alemania oriental, logrando en algunos lugares casi el 30% de los votos. Y, en Alemania occidental, más de la mitad de los ciudadanos considera que antes de la reunificación (conocida en Alemania como “die Wende”, “el cambio”) se vivía mejor -por los grandes sacrificios económicos que ella ha conllevado para los “Wessis”, o alemanes occidentales-. Y se los llevan los demonios cuando piensan que los jubilados de la antigua RDA están percibiendo del oeste prestaciones sociales y pensiones para las que no han aportado ni un céntimo.
O sea que, para muchos alemanes, los fiestorros organizados para este fin de semana son “so überflüssig wie ein Kropf” (tan inútiles como un bocio). Así se escribe la Historia.
Margarita Rey
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