El diario conservador alemán “Die Welt” publicó recientemente un duro editorial sobre la corrupción en España y las masivas manifestaciones en contra de la política de recortes del Gobierno y de la corrupción, comparando a la democracia española con una dictadura sudamericana. Como tenemos pocos problemas, existe en los medios españoles un acalorado debate sobre si la Infanta doña Cristina, imputada en relación con los turbios negocios millonarios de su esposo Urdangarin, debe como es tradicional, bajar el callejón que conduce a los juzgados de Palma a pie o, por motivos de seguridad, (y para ocultarla a la prensa), en automóvil. Así lo piensan los que en la derecha y en la izquierda republicanas desean ver en la picota a la ingenua o taimada princesa, un deseo que expresa más que nada el creciente desapego a la institución monárquica. Identifican a la Infanta con la Casa Real. La opinión dominante en los periodistas más sensatos es que, precisamente por respeto a la Corona, que hoy por hoy sostiene a la peculiar democracia española, doña Cristina, por dignidad, tendría que bajar el callejón andando como lo hizo su esposo al acudir a su cita con el juez instructor para declarar en un escándalo millonario en el que él aparece como actor principal. Según el propio Rey, todos los españoles son iguales ante la Ley, aunque en este caso se trata más de una tradición que de un mandato legal.
Cito el caso del callejón porque tiene su importancia en la apreciación de la Corona por parte de una mayoría de los españoles. Los observadores de más calado no se paran en lo anecdótico y van más allá. La cuestión principal es cuándo el monarca se decidirá a abdicar en su sucesor, el Príncipe de Asturias, don Felipe. Es cierto que la popularidad de don Juan Carlos ha descendido, aunque todo demócrata reconoce el gran mérito del Rey en la instauración de la democracia en España. Las miradas están fijadas en el Príncipe y en la prensa extranjera ya se escribe que ha llegado la hora del sucesor. Puede darse por seguro que el Rey, con su aguda visión política, lo sabe, pero hay que esperar el momento más oportuno, que estará basado, no sólo en la edad del monarca (76) y en su salud, sino en las circunstancias políticas más favorables para la Corona.
Son muchos los españoles que sienten gran simpatía por el Príncipe de Asturias y que le creen perfectamente formado para dirigir una compleja y conflictiva nación como la española. En los últimos tiempos aprecio en el rostro del Príncipe una seria expresión y maneras de estadista cuando aparece en público. El pasado mes de octubre, el Príncipe asistió en Panamá, por primera vez sin su padre, convaleciente de una operación de cadera, a la importante Cumbre Iberoamericana que se celebra anualmente.
Don Felipe sabe muy bien lo que le espera a Felipe VI, en una España, que necesitará un tiempo para reponerse de la profunda crisis socioeconómica interna y externa, con los países más fuertes de Europa (Alemania y Francia) deseando situar a los países europeos del Mediterráneo, entre ellos la Península Ibérica, en su área de influencia. Parte de la prensa gala y alemana escriben duros comentarios sobre España, algunos, como los referentes a la corrupción, merecidos. Otros inmerecidos, como el querer atribuir a España el papel de gandules, cuando según la propia Unión Europea, España es el país donde más se trabaja (quien tiene trabajo), aunque la productividad deje mucho que desear.
El panorama que espera al sucesor de don Juan Carlos no es muy halagüeño: 6,5 millones de españoles están en el paro y unos 8 millones viven en la miseria o en el umbral de la pobreza. Está la crisis, que por mucho que se empeñen Rajoy y su portavoz Montoro, hará sentir sus secuelas, como mínimo, durante los próximos 10 años. Está la necesaria reforma de la Constitución de 1978, que precisa de cambios y matizaciones. Felipe VI tendrá que vérselas con los nacionalismos periféricos, como el vasco y el catalán, que en sí son invenciones de los dirigentes de esas autonomías, pero que, como en el caso de la Cataluña regida por un obseso nacionalista, apoyado por la extrema izquierda separatista (Esquerra Republicana de Catalunya), puede convertirse en una rémora para la secularmente necesaria organización del complejo territorio español y ser una constante fuente de artificiales conflictos.
En muy primer lugar, Felipe VI tendrá que ser un rey constitucional, que fomente y apoye a la democracia española, desbaratando, como lo hizo su padre en el 23-F, cualquier intento de anularla o desestabilizarla.
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