Desde que nos mudamos al nuevo piso cerca del parque no he encontrado el momento de archivar algunos de los papeles que tenía guardados en cajas, de algunos de los cuales había olvidado completamente su existencia.
Este es el caso de los cuadernos de viajes que me dio por empezar a escribir, de forma muy sucinta, sólo para refrescar la memoria, entre finales de los años sesenta y principios, cuando a los españoles que viajábamos por el extranjero aún se nos miraba como a seres exóticos. Por eso he titulado esta columna, en un claro guiño a un conocido programa de la televisión, “Sin españoles por el mundo”.
Ahora que la tele está plagada de programas donde se ve a compatriotas pasearse por todo el planeta, he pensado que quizás podría interesarles leer de cuando en cuando uno de estos relatos de la abuela cebolleta, escrito a partir de unos viejos apuntes plagados de anécdotas de los viajes emprendidos por dos personas que siempre se han desplazado por Europa (el miedo a los vuelos de larga distancia nos ha impedido cruzar el Atlántico) de forma individual y, salvo en contadas excepciones como los cruceros, casi nunca en viajes organizados.
Algunas de las impresiones son muy curiosas y otras, simplemente, plagadas de graciosas anécdotas. Como dicen los alemanes citando al poeta Matthias Claudius, “Wenn jemand eine Reise tut, so kann er was erzählen” y que traducido libremente significa más o menos “Quien viaja, tiene luego muchas cosas que contar”.
O sea que, a partir de la próxima semana, tendremos una singular cita ocasional con algún lugar de la geografía europea entre los muchos que Manuel y yo visitamos años ha, en tiempos en los que para la mayoría de los extranjeros eso de “ser español” era sinónimo de ir vestido de torero o de flamenca.
Margarita Rey
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