viernes, 25 de julio de 2014

Pincelada: Luís Mariano



Dudo mucho que la mayoría de ustedes sepa quién fue Luís Mariano. En mi caso se lo debo a mi madre, que era de su generación y, cuando yo era muy pequeñita, solía tararear sus canciones. Según supe después, Luís, una estrella en el firmamento del cine español de los años 50, era su cantante favorito.

Tuve ocasión de conocer más de cerca el recorrido profesional del tenor cuando, al fallecer mi madre, me trasladé a vivir con mis tíos a Francia. Mi tía Conchita, muy amante de la ópera y la opereta (de jovencita había cantado en Barcelona en un conocido orfeón) era otra fan de Mariano, por aquel entonces una de las figuras más importantes en el mundo de la opereta francesa, tanto que se había ganado el título de “príncipe de la opereta” por llenar día a día el “templo de la opereta”,el teatro Châtelet de París.

Y agárrense: en tiempos donde tener un tocadiscos (por aquel entonces se le llamaba “pick-up”) era un lujo, Luís Mariano consiguió varios discos de oro en el país vecino, cuando este preciado galardón se concedía sólo después de vender un millón de copias de cada vinilo.

Mi tía me contó que Luís era hijo de republicanos vascos que se refugiaron en Francia después de la guerra civil. Cuando la familia González, ese era su verdadero apellido (Luis Mariano eran en realidad dos de sus nombres de pila) llegó a Burdeos, Luís tenía ya 25 años. Demasiado mayor para perder su acento español, que él no quiso nunca ocultar porque por aquel entonces, en el mundo de la canción, se llevaba mucho rular las erres y todos los grandes seguían esa pauta a la hora de interpretar sus canciones.

Al finalizar sus estudios en el conservatorio de Burdeos, se trasladó a París a mediados de los años 40, donde no tardó en triunfar en el music-hall. Un triunfo al que no fue ajeno otro español de origen vasco, el compositor Francis López, con el que formó un tándem imbatible. Francis le escribió esas estupendas operetas, hechas enteramente a su medida, cuyas pegadizas canciones le catapultaron en un abrir y cerrar de ojos a la fama.
 
Su aterciopelada voz, su presencia en el escenario, su simpatía natural  y su físico agradable de galán (para mí un poco relamido) harían  que, pocos años más tarde, el cine llamase a su puerta. Lo curioso del caso es que la mayor parte de sus películas más exitosas fueron coproducciones hispano-francesas, que se rodaron a mediados de los años 50 en España, con una jovencísima y bellísima Carmen Sevilla como pareja, de quien, al parecer, se enamoró perdidamente, sin ser correspondido. Aunque las malas lenguas dijeron en su día que se trataba más bien de un truco publicitario, ya que Luís supuestamente se sentía más atraído por las personas de su propio sexo.

Luís Mariano falleció prematuramente en 1970, en París,  víctima de un derrame cerebral. Todavía hoy, en Francia se le considera un semidiós. Tanto que, hasta fin de año, se celebrarán allí numerosos actos para rendir homenaje a este irunés que tantos éxitos cosechó en el país vecino. 

Pero donde yo quería llegar con tanto circunloquio es a que, el pasado sábado, dándole al dedo con el telemando en busca de algún programa decente entre la morralla que los diversos canales suelen ofrecernos en verano, fui a caer sobre “Cine de barrio”, precisamente cuando Elena Sánchez, la sustituta de Concha Velasco, estaba haciendo la introducción de “Violetas Imperiales”, una película protagonizada por Luís Mariano y Carmen Sevilla, estrenada en 1952, primero en París y un año más tarde en España. El motivo para desempolvar ese filme tan antiguo es que en este año se cumplen cien años del nacimiento del protagonista, que en su ciudad natal, Irún, se están celebrando ya por todo lo alto.

Tengo que confesar que, cada vez que pasaban esa peli en la tele, nunca había conseguido verla completa. O la pillaba ya empezada o no podía ver el final porque tenía que salir a hacer algún recado. Pero esta vez, por fin, lo conseguí. Y quedé gratamente sorprendida porque no me pareció que hubiese perdido frescura con el paso del tiempo. Cierto, la técnica no estaba tan evolucionada como hoy. Sin embargo, puede que eso la haga posiblemente todavía más atractiva a los ojos del espectador, que puede imaginarse los innumerables escollos que tenían que salvar los profesionales de la época hasta poder conseguir un trabajo bien logrado.
 
Si bien el trasfondo de la película es histórico, como sucede siempre en este tipo de musicales, sus personajes (en este caso, Eugenia de Montijo y Napoleón III) ejercen de meros figurantes en un relato que, aunque tiene su granito de verdad, está muy alejado de la realidad. La única finalidad del argumento (en este caso, bastante bien hilado) es servir de pretexto para que los protagonistas se luzcan y el espectador disfrute de las bonitas canciones y de los bien logrados números de baile.

Para ser franca, tengo que reconocer que pasé un rato muy agradable ante la caja tonta. Rememoré con nostalgia gratos momentos de mi niñez, cuando mi madre canturreaba alegremente para sí alguna de esas canciones, mientras preparaba la comida.
Margarita Rey



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