miércoles, 23 de julio de 2014

Atalaya: La Justicia



Un importantísimo pilar sobre el que se basa la democracia es el poder judicial. La calidad de una democracia se mide por la calidad de sus jueces. Los jueces han de ser totalmente imparciales, independientes de partidos o grupos de presión. Una autoridad, un juez o un servidor público que decide injustamente en interés propio o de terceras personas, por amistad o soborno,  comete el delito de prevaricación, que con la corrupción es una de las más extendidas lacras en los países democráticos. Insólito es el caso de un fiscal que arremete contra un juez instructor y destroza su auto, calificándolo de infundado o falso. Ello puede ocurrir en el caso de la imputación de una persona relevante, rechazada por el fiscal siguiendo órdenes de “arriba”: del Fiscal General, quien a su vez sigue órdenes de su partido, que protege al imputado. Estos son casos de prevaricación impropios de una democracia.
 
Desgraciadamente existe mucha incomprensión en el terreno de lo penal. En los países democráticos se ha dado un gran paso hacia adelante al abolir la pena de muerte. ¡Cuántos inocentes han sido ejecutados por una sentencia a muerte, resultando después que los “asesinados” eran (son) inocentes!  En el mundo democrático, los Estados Unidos dan un pésimo ejemplo al mantener la pena capital.
Además, en algunas ocasiones se han producido averías en la silla eléctrica o fallos con la inyección letal, con lo cual se hace horriblemente interminable la agonía del reo. Entre otros países no democráticos, la pena de muerte existe en China, en Corea del Norte o en Irán. En países del mundo árabe las llamadas  “adúlteras” son lapidadas y los gays son ahorcados. “Amnesty International”  hace lo imposible para evitar esas muertes,  hay que decir que con insuficiente respuesta por parte de los ciudadanos democráticos, que, por otra parte, fuera de indignarse y firmar peticiones de clemencia, poco pueden hacer.
 
En cuanto a las cárceles, también en la democracia dejan mucho que desear. En contra de una opinión muy generalizada, las cárceles, prisiones o “trenas” no son sólo el merecido castigo a un delincuente. Las cárceles no son parkings, donde la sociedad aparca al criminal por  el tiempo que dicta la condena (aunque, por otra parte, existen indultos totalmente desproporcionados e injustificables). La cárcel debe ser un lugar de reeducación del delincuente, donde el preso comprenda su mala conducta y la rectifique, de modo que su reinserción en la sociedad sea posible. Los recalcitrantes e incorregibles han de ser apartados en celdas aparte de los que desean poder volver a ser ciudadanos libres y se esfuerzan por conseguirlo como Eleuterio Sánchez, El Lute, admirado por sus fugas, que empezó su delictiva carrera robando gallinas y acabó, estudiando en la cárcel, siendo Licenciado en Derecho. Hoy, “El Lute” es un escritor  respetable y respetado, contertulio  habitual en los programas de más audiencia de la televisión.

 Los responsables de las cárceles no lo tienen fácil. Tienen que luchar contra mafias internas de la droga y contra presos violentos, que se han formado su banda de incondicionales, y aterrorizan  a otros presos más débiles. La democracia tiene aún mucho que hacer en el sector penitenciario, en todos los países auténticamente democráticos, aunque en unos más que en otros.
 
 
 
 

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