Manuel Fernández-Montesinos, fallecido en las últimos momentos del 18 de enero, y nacido en 1932, fue niño en Granada y, ya con ocho años, niño en Nueva York, en medio el desgarrón y la ruptura de una guerra civil que sería entonces incomprensible para sus ojos y entendimiento infantiles. En 1940 embarcaba con su madre y abuelos maternos en Bilbao con rumbo a un mundo nuevo y mejor que el atroz que dejaban tras ellos. Le faltaba ya al niño su padre, como a su madre el marido, alcalde de Granada fusilado en los primeros días de la Guerra Civil contra las tapias del cementerio de la ciudad; les faltaba también quien había sido para ellos tío y hermano e hijo, el poeta Federico García Lorca, también asesinado por los mismos días. Ninguno de los dos, en la plenitud de sus vidas, había alcanzado los cuarenta años.
Estoy viendo ahora una foto de un año antes, del verano de 1935. Está hecha en la puerta de la casa de campo que la familia tenía en los alrededores de Granada, la conocida como Huerta de San Vicente. Entreabierta una hoja, en el vano se recorta la figura sonriente del poeta, vestido con un mono obrero de trabajo, como el que había adoptado para el teatro de La Barraca, pero con zapatos de cuero bien lustrados. Dos niños le flanquean en primer término y sobre ellos se extienden, amparadores, los brazos desnudos de su tío. La niña, Tica Fernández-Montesinos, con un vestido de rombos, le coge una mano con las dos suyas; el niño, su hermano Manuel, está plantado con las piernas separadas y los brazos sueltos a los lados del cuerpo, en actitud de quien mira al mundo derechamente, a pesar de sus tres años apenas cumplidos. Ese niño de cara despierta viste una chilabita con capucha, y es claro que se ha cubierto la cabeza con ella por broma o juego, pues estamos en pleno verano granadino, como denota el mono entreabierto del poeta, que muestra el pecho desnudo, sin camisa. Quizás esa chilaba del niño es un regalo de alguno de sus tíos, Federico o Francisco, el segundo entonces con primer destino en Túnez como vicecónsul. En aquellos días el poeta ha terminado una comedia, Doña Rosita la Soltera o El lenguaje de las flores, que se estrenará en diciembre de ese mismo año en Barcelona con éxito rotundo. La foto la realiza un escritor gallego, Eduardo Blanco-Amor, que prepara un artículo sobre Lorca y su obra para La Nación, el gran periódico de Buenos Aires. El hachazo abrupto en la vida de todos, y en la de esa familia, apenas se barrunta, pero en esa fotografía, como en otras de aquel tiempo «anterior», se vislumbra el recio sentido familiar que ata y religa a los García entre sí, ya parte indisoluble de ellos los Fernández-Montesinos.
Pasan once años. Aquel Montesinos niño ha sorbido por todos sus poros la vida americana cuando vuelve a una España que no reconoce, pero en la que va a licenciarse en Derecho. En Barcelona asiste a la primera corrida de toros de su vida, y la afición prende en él para siempre. Los estudios posibilitan la participación en lo que se llamaba la «agitación estudiantil», que en este caso conlleva el tribunal de Orden Público y el ingreso en la cárcel de Carabanchel, junto con otros compañeros de inquietudes y penas. Ya no solo tiene amigos neoyorquinos, sino que ha empezado a tenerlos en España, en cuya vida participa con peligro para su integridad física. Se impone tomar el aire en otras tierras. Montesinos desembarca en la Universidad de Frankfurt para lograr el doctorado e inicia una estancia en Alemania de doce años, otra vez con inmersión profunda en la vida y cultura del nuevo país al que llega. Con el tiempo se convertirá en activo colaborador del poderoso sindicato metalúrgico alemán, con el que trabaja para la afiliación y defensa de los trabajadores españoles en Alemania. Son años de intensa actividad sindical y política, que se ramifica hacia España, con paso por París y la costa vascongada. Y de nuevo, como cuando era niño en Nueva York, Montesinos tiene que hacer de intérprete y mediador lingüístico por su refinada habilidad para los idiomas y su mismo don de gentes.
La militancia socialista de su padre se ha hecho consustancial a su vida, lo que conllevará ración doble de Carabanchel, pero, tras su paso por nuevos trabajos, en 1977 se convierte en diputado por Granada en el primer Parlamento de la democracia. No termina ahí su andadura. Asentado en Madrid, inicia otra carrera universitaria, la de Filología Española en la Complutense, y salta a la secretaría y luego dirección de la Fundación Federico García Lorca, creada con el acuerdo legal de los herederos del poeta granadino, quienes donan todos sus manuscritos y obra gráfica que poseen, así como tres cuadros de Dalí. La múltiple actividad de otros tiempos se encauza y remansa poco a poco, hasta que el círculo familiar y los amigos le empujan a la escritura de una autobiografía, Lo que en nosotros vive, que edita Tusquets en 2008. El libro aparece dedicado a su mujer y dos hijas, que habían coronado su vida. Montesinos se revela como escritor con un sabroso, riquísimo y ameno español. El dominio plural de culturas y lenguas se asienta en él sobre un sólido suelo de raíz granadina y española, abierto el escritor, como lo fue el hombre, a gentes, melodías, letras, ciudades y dichos. Quien fue hombre de tantas tierras y vida, de tanta jovial simpatía y capacidad de ilusión emprendedora, nos deja ahora, tras su muerte, el consuelo veraz de su memoria duradera.
Fuente: El País – Cultura –
Autor: Mario Hernández
N. R.
Mario Hernández es catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid.
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