lunes, 17 de noviembre de 2014

Pincelada: Sueños pancatalanistas





Hace poco, hablando con mi marido Manuel, comentábamos precisamente las ansias independentistas de Artur Mas y Oriol Junqueras, en cuyas mentes bulle incluso la quimérica idea de una Gran Cataluña que incluiría también –además de a Valencia y Baleares– a Catalunya-Nord, es decir, la Cataluña francesa.

Manuel se mostraba un tanto extrañado de que los catalano-franceses, a raíz de todo el follón armado en la Cataluña española con el independentismo, no hubiesen mostrado las mismas ansias de emancipación del estado centralista que sus vecinos del sur. Y entonces empecé a contarle que esa diferencia, empezando ya por el idioma, venía de muy lejos.
 
Recuerdo mi extrañeza cuando, con doce añitos, fui por primera vez a Perpiñán a pasar el verano con mis tíos que vivían y trabajaban allí desde mucho antes de la guerra civil española. Como yo no hablaba todavía francés, todo el mundo se dirigía a mí en esa jerigonza que ellos llamaban “catalán”, un patois que se habla por la zona y que es una mescolanza de catalán y francés. Incluso los catalanes del sur, ya integrados allí, la habían adoptado e interiorizado (puede que para no llamar la atención). A mí me hacía gracia eso de llamarle al coche “vutura” (en francés, voiture) y llapí al conejo (lapín en francés). La esposa de mi tío, mi muy querida “tieta” Conchita, me advirtió de no usar jamás en Perpiñán la palabra “cunill” (conejo) porque los numerosos gitanos catalanes utilizaban esa denominación cuando se referían al órgano genital femenino (por cierto, el mismo sustantivo que, en su versión castellana, se utiliza en muchas regiones españolas como Murcia y Andalucía).
 
Por aquel entonces, ese catalán mal hablado lo empleaban sobre todo los hortelanos, los llamados “cagaverts” (no creo que sea necesario explicar más detalladamente el significado de esa denominación, bastante ordinaria por cierto). Los catalanes finos, muchos de ellos refugiados que habían huido a los Pirineos Orientales tras la victoria de Franco, se habían negado rotundamente a destrozar el catalán y lo seguían hablando correctamente. Uno de esos “raros” especímenes era don Julià Gual I Masoller, un antiguo periodista y escritor, propietario de la “Librérie Catalane” en el centro de Perpiñán, donde se podían comprar todos los libros habidos y por haber, en catalán y en castellano. Con su esposa, la también catalana Rita Casals, creó la emisión radiofónica “Aires del Canigó” que, según creo recordar, se emitía una vez a la semana. Después de fallecer don Julià, Rita siguió con la tarea en pro de la lengua catalana, recibiendo incluso el codiciado premio Joan Blanc de la ciudad de Perpiñán y, desaparecida ella, fue su hijo, el profesor Ramón Gual i Casals, propulsor de la Universitat Catalana d’Estiu (Universidad Catalana de Verano), el encargado de mantenir viva la antorcha de la cultura catalana allende los Pirineos.
 
Sin embargo, a día de hoy, sólo poco más del 17 % habla el catalán (especialmente en medios rurales y siempre en el ámbito familiar) y apenas un diez por ciento de la población de los Pirineos Orientales sabe escribirlo. Y eso, incluso teniendo en cuenta la generosa ayuda de la Generalitat a La Bressola (una red de guarderías fundada en 1978, donde se enseña el catalán a los niños catalano-franceses que, si dependiese del dinero del gobierno francés, ya hubiese desaparecido hace tiempo), que a pesar de los recortes presupuestarios en Cataluña,  recibió el pasado año subvenciones de más de 400.000 euros por parte del Gobierno de Artur Mas. Una dádiva concedida bastante después de que en la "Carta Departamental para la Lengua Catalana", de diciembre de 2007, se reconociese legalmente a la lengua catalana como una lengua oficial en el dicho departamento y que el 10 de junio de 2010 el Ayuntamiento de Perpiñán proclamase el catalán como lengua co-oficial junto con el francés. Por supuesto, todo ello con carácter testimonial, sin prácticamente casi ninguna contribución de tipo económico (para eso estaban los catalanes del sur) por parte de las autoridades francesas. Con anterioridad, otra fundación “para la promoción del uso social del catalán”  relacionada con La Bressola, la “Associació d’amics de La Bressola”, se benefició durante el tripartito de no pocas subvenciones, entre ellas una  de 2,9 millones de euros, concedidos por el señor Carod Rovira para la Construcción del centro de enseñanza secundaria “Pompeu Fabra” en El Soler, una pequeña localidad a 9 Km de Perpiñán.

Estoy convencida de que la gran mayoría de catalanes de “Catalunya-Nord” (como se denomina a ese territorio de unos 450.000 habitantes, también conocido como País Catalán, que forma parte de la región francesa Languedoc-Roussillon cuya capital es Toulouse) se sienten en primer lugar franceses. Al menos los que yo he conocido, que no son pocos,  piensan así. Y eso a pesar de lo mal que les han tratado siempre desde Paris, que más que una madre  ha sido una madrastra para ellos. Ello se debe, sin duda alguna, a la tradición republicana que se les inculca a los niños en las escuelas y que los franceses llevan tatuada en su ADN.
 
No hace mucho, el hispanista francés Joseph Pérez, Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2014, hijo de españoles exiliados y catedrático emérito de la Universidad de Burdeos, subrayaba en una entrevista con el diario El Mundo que, “en Francia, un niño, fuera cual fuera su origen, entraba en el colegio "y a los cuatro años salía un francés" aunque, como él, no conociera el idioma al ser escolarizado, y salía además con la idea de que todos los ciudadanos son iguales, tienen derecho a recibir los mismos servicios públicos y que el hecho de nacer en un determinado territorio no constituye ningún privilegio".

En eso, entre otras cosas, consiste “la grandeur” de Francia después de la Revolución Francesa: en sentirse esencialmente orgulloso de ser francés. Allí, a pesar del centralismo, a nadie se le ocurriría –como sucede aquí– tachar de nacionalista radical a alguien que saliese a celebrar la Fiesta Nacional llevando una bandera francesa a cuestas. Es un sentimiento tan profundo de “patria” (¿o debería escribir nación?) el que tienen nuestros vecinos, que se les humedecen los ojos cuando cantan su himno nacional, La Marsellesa.
 
Francia, en el curso de su Historia, ha tenido también que enfrentarse a algunos “movimientos regionales de autodeterminación” (los más virulentos, en Córcega y en la Bretaña), pero los ha sabido reconducir al buen camino a base de zanahoria y palo. Francia es  históricamente un país de inmigrados y refugiados.  A pesar de los errores, muchos de ellos derivados de las diferencias religioso-culturales de los inmigrantes magrebíes que nunca  han querido adaptarse completamente a las costumbres del país para no perder su identidad musulmana, "La France" ha sido modélica a la hora de integrar a las segundas generaciones de extranjeros. Pese a sus apellidos extranjeros, algunos incluso exóticos, los hijos de los inmigrantes suelen sentirse franceses hasta la médula porque ya desde pequeñitos en el colegio se sienten fomentados  (a mí una de mis profesoras de la escuela comercial donde cursaba estudios, dadas mis buenas notas, me llegó a sugerir que adoptase la nacionalidad francesa para poder optar a un puesto como funcionaria y hacer carrera dentro de la Administración).

Yo, catalano-española, plurilingüe, federalista y ciudadana del mundo por convicción, alguna vez he llegado a envidiar a los franceses por ese sentimiento tan fuerte de identidad nacional, que une y no disgrega. Y mucho más ahora, ante un pancatalanismo, irreal y jacobino  por una parte, así como el resurgir de un anticatalanismo, imperialista e irracional, por la otra. Ambos, en mi opinión, igualmente peligrosos por el daño que pueden causarnos a aquellos que no comulgamos con ninguna de esas ideas extremas.

 Margarita Rey


No hay comentarios:

Publicar un comentario