viernes, 3 de octubre de 2014

Sin españoles por el mundo: Croacia y Eslovenia (I)





La semana pasada ya les amenacé con contarles nuestras vivencias en esos viajes de mayor o menor duración que mi marido y yo realizamos en el pasado por Europa, con Múnich como punto de partida.

Hoy empezaré por Eslovenia, que Manuel y yo visitamos con nuestros recién estrenados pasaportes alemanes, nacionalidad que nos vimos forzados a adoptar cuando nos enteramos por un soplo del Consulado Español en Múnich que el Ministerio de Asuntos Exteriores del gobierno de Franco había dado orden de retirar el pasaporte a Manuel cuando fuese al Consulado a renovarlo. Y como no nos fascinaba la idea de movernos por el mundo con un DNI de apátridas, nos convertimos los dos, gracias a los enchufes de Manuel en el SPD muniqués, mediante un procedimiento acelerado, en ciudadanos de la RFA y, a partir de ahí, en “extranjeros indeseables” para el régimen del dictador.

A mí me costó habituarme a que, de la noche a la mañana, hubiese perdido mi apellido de toda la vida para convertirme en Frau Moral. Pero así eran entonces las cosas en la mayor parte de países europeos donde, al casarse, la esposa adoptaba automáticamente el apellido del marido, algo que ahora es optativo.

Total que, puesto que no podíamos venir a España, nos dedicaríamos a visitar Europa. Nuestros primeros destinos con el nuevo pasaporte fueron Eslovenia y Croacia, que por aquel entonces formaban parte de la Yugoslavia de Tito. Siempre nos había apetecido ir por allí, pues la televisión alemana nos había puesto los dientes largos en numerosos reportajes, pero con el pasaporte español era prácticamente imposible traspasar el llamado “telón de acero”. Si mal no recuerdo, incluso le ponían un sello en el que se advertía de que el pasaporte era válido “para todos los países del mundo excepto Rusia  y países satélites”.

Así que para allá que nos fuimos. Como nuestro primer destino era Portoroz, en la llamada Riviera eslovaca, elegimos la ruta italiana, que pasa por Kufstein (frontera austro-alemana), Udine y Trieste y entra en Eslovenia por Nova Gorica.

La Riviera Eslovaca tiene tan sólo 46 kilómetros.  Sus dos localidades más conocidas son Koper (Capodistria para los italianos),  la ciudad costera más grande de Eslovenia, con un importante puerto con gran actividad industrial, feo como el solo. Pero no hay que dejarse engañar por la primera impresión de las grúas portuarias que divisan ya desde la lejanía. El casco antiguo de la ciudad vale de verdad  la pena de ser visto, con sus callejuelas estrechas, sus placetas y los numerosos palacios que delatan su pasado veneciano.

Por fin llegamos a Portoroz, que significa “puerto de las rosas”. Situada en la península de Pirán, este pueblecito había sido con sus elegantes y mundanos hoteles, balnearios y su lujoso casino (abierto hasta el día de hoy), el destino favorito de la aristocracia y la alta burguesía del imperio austrohúngaro.

Nosotros habíamos reservado en el “Palace Hotel”. Ubicado directamente en el Paseo Marítimo, data de 1910 y fue construido en estilo historicista con connotaciones neorreacentistas por el conocido arquitecto vienés Johann Eustacchio. Si bien el hotel no estaba mal y había sido reformado en diversas ocasiones, sus instalaciones, que habían sido testigo de tiempos mejores,  estaban un poco anticuadas.  El mobiliario demasiado funcional, tan típico en la hostelería de por aquel entonces en casi todos los países comunistas, contrastaban con la suntuosidad de alguno de sus salones (entre ellos, el salón de cristal de 300 m2) y no pegaba ni con cola.

Un capítulo aparte era la comida (la media pensión era obligatoria y estaba incluida en el precio de la habitación). Nosotros estábamos acostumbrados a los restaurantes yugoslavos de Múnich, donde se comía una comida sencilla, basada en diversas preparaciones de carnes a la barbacoa, pero muy sabrosa. Aquí, donde la clientela era mayormente centroeuropea, los tres menús (que se podían combinar) se componían de los platos más conocidos de la cocina austriaca y alemana de toda la vida, que puede ser excelente si está bien preparada. Este no era desgraciadamente el caso. Aquí, el común denominador era la abundancia de las raciones que se servían a los huéspedes. Una cocina que no tenía ni padre ni madre, basta y falta de imaginación, cuyo único fin era llenar el estómago de los comensales que parecían muy satisfechos con aquel rancho que posiblemente se parecía a la comida dominical en sus casas. Así que, Manuel y yo, que tenemos el morro muy fino, decidimos prescindir de esos “delicatessen” del hotel y alimentarnos más a nuestro gusto en alguna pequeña taberna al borde del mar.

Nuestra reserva era sólo para tres días y los utilizamos para hacer varias excursiones por las cercanías: a las vecinas salinas de Secovlje (un parque natural conocido por la diversidad de las aves que lo pueblan), a Pirán y a Koper. Después de lo cual abandonamos el Palace Hotel haciendo fu como el gato. Lo gracioso del caso es que precisamente hace poco leí en un prospecto alemán que la famosa cadena Kempinski se había hecho cargo hace un par de años de ese establecimiento hotelero,  que reformó totalmente hasta convertirlo en un lujosísimo hotel termal de 5 estrellas.


 
                                                                              (Continuará….)




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