Quién mató en vida a Suárez?
Deberíamos saberlo todos los españoles. Porque, seamos rigurosos: a Adolfo, el chico de Cebreros duro como un pedernal, no lo tumbó el vil y prosaico Alzhéimer, sino las vivencias de la vida. Según las últimas investigaciones sobre el cáncer de la memoria, el sufrimiento y el insomnio, tantas veces aparejados, son causas determinantes en el desarrollo de esta enfermedad neurológica. Suárez, actor de cine frustrado, protagonista principal de la democracia en España, sufrió más de lo sabido, imaginado y contado hasta ahora. Conocemos episodios dolorosísimos, como la muerte de su amada Amparo, en mayo de 2001, seguido, en marzo de 2004, de la de su hija Marian. El fallecimiento de su mujer le dejó sin ganas de vivir, mientras que el de su hija lo llevó con la flema del ignorante: su mente era ya una tabla lisa. Pero la tragedia familiar llovió sobre mojado. A Adolfo Suárez lo mataron en vida las traiciones de la política, más allá de la incomprensión de aquellos españoles que lo vieron como un felón al franquismo. Sus días finales de presidente del Gobierno, entre julio de 1980 y el 29 de enero de 1981, en que interpretó en televisión su adiós, estuvieron infectados e infestados de traidores, por arriba y por abajo. A él y a la esencia misma de la democracia: gobierna el que consigue los votos. Es sólo una intuición, sin fundamento científico: hoy pienso que si Suárez hubiera vomitado públicamente todo lo vivido en los prolegómenos del 23-F, más lo que dedujo en los días siguientes, consciente ya de la operación urdida contra él como presidente democrático, se habría liberado de los demonios que, como gusanos, horadaron pizca a pizca su mente. Porque del golpe nos han contado un cuarto, como mucho. Un cuarto militar. El resto se lo comió en silencio Suárez. Su discurso de dimisión está repleto de claves encriptadas. Hay silencios elocuentes, al no citar en los agradecimientos ningún nombre propio. Y frases enigmáticas que anticipaban, sin mencionarlo, el golpe en ciernes. «Me voy sin que nadie me lo haya pedido» (sólo podía pedírselo el Rey; ergo, excusatio non petita, accusatio manifesta). «Con el convencimiento de que este comportamiento, por poco comprensible que pueda parecer a primera vista, es el que mi patria me exige en este momento» (¿incomprensible, en ese momento, al no querer decir que se iba para evitar la asonada militar?). «Es necesario que el pueblo español se agrupe en torno a las ideas básicas, a las instituciones y a las personas promovidas democráticamente en la dirección de los asuntos públicos» (¿no, por tanto, a las personas que llegaron o pudieran llegar por maniobras ajenas a las urnas, por más que se presentaran bajo supuestos parámetros de la Ley?). Lo que no contó Suárez y martilleó su mente hasta olvidarlo todo es que en el golpe de Armada estuvo involucrado el aparato del Estado y hubo una trama civil de primer nivel, dentro y fuera de la política. Se tragó como un sapo el otro papel del Rey, de Felipe González, de Fraga, de banqueros como Escámez... Hoy, los aún vivos, derramarán lágrimas en el adiós. Yo no sé si Suárez, hijo de republicano, leyó a Mark Twain, pero se aplicó su consejo: haz siempre lo correcto, gratificará a la mitad de la humanidad y sorprenderá a la otra. Suárez, en estas horas finales, posee el afecto de la mayoría de los españoles. Y crecerá más cuando se conozca el calvario de su etapa final como presidente. Él, el hombre que provocó a Tejero para que le metiera una bala en el pecho y así, con el magnicidio, hacer fracasar la operación que escondía el golpe. Por todo lo que no ignoramos, espero con ansiedad el nuevo libro de Pilar Urbano, La gran desmemoria, en la que la última orfebre del periodismo en España contará lo que Suárez se lleva a la tumba y el Rey prefiere no recordar. Urbano tuvo una intensa relación con el ex presidente. El frustrado actor, extra en El Cid Campeador, pidió a la periodista que guionizara una película que quería interpretar en su vuelta a la política en 1982. No fructificó por falta de presupuesto (los bancos eran la madrastra, decía el líder del CDS). Y porque la ficción, a veces, es incapaz de igualar nauseabundas realidades.
Fuente: El Mundo
Autor: Miguel Ángel Mellado
Libertad, libertad, sin ira
Mientras en Londres triunfaban los Sex Pistols y el movimiento punk, aquí debíamos conformarnos con el único fruto que podía brindar la tierra reseca, cuarteada por el terrible barbecho franquista: la canción protesta, de guitarra cabreada, barba hirsuta y pantalón de campana. Y fue en medio de aquel vendaval de ilusiones, febril, casi adolescente, como el grupo andaluz Jarcha compuso Libertad sin ira, que devino, a lo tonto, sin pretenderlo, el himno extraoficial del tránsito del franquismo a la democracia.
Fue aquella una década extraordinaria —encabalgada más o menos entre el asesinato del almirante Carrero Blanco y la pana socialista— que pilotó en buena parte Adolfo Suárez hilvanando milagros. Uno detrás de otro. Aguantando la respiración para desatar lo que 40 años de tenaza se habían encargado de dejar «atado y bien atado».
Del miedo a la risa
En el fondo de aquella canción de Jarcha, palpitaba una voz ceniza que hablaba de la guerra, de las dos Españas, del «rencor de viejas deudas» y de que la juventud tan solo necesitaba «palo largo y mano dura» para evitar lo peor. Sin embargo, a pesar del mal fario, de las voces agoreras y del miedo residual, la gente procuraba reírse, aunque la risa todavía se distorsionara en los colores chillones de la Telefunken: Andrés Pajares, Fernando Esteso, Gila y, sobre todo, Joan Capri, con su comicidad tan ligada al descreído talante catalán, «va, home, va que ja ens afaitem». (*)
Una costumbre saludable reírse de las propias miserias en un tiempo de cambio continuo, sobre todo de sueños, con el futuro aún por labrar, en el que Susana Estrada y la Cantudo enseñaban las tetas, cada una a su manera, y a todos complacía su carne nueva porque había anhelo de casi todo, ansia, hambre atrasada. Gustaban tanto Los Chichos como Raffaella Carrà, y también la gomina pandillera de Travolta. El coñac Terry, el de la malla amarilla, lo anunciaba una rubia a caballo, y los goles los marcaban dos Juanes, Neeskens y Cruyff. Un peón de obra cobraba unas 20.000 pesetas al mes, y se podía adquirir un piso con dos baños y aparcamiento por 2,5 millones de las mismas pesetas, que también eran rubias.
Años de camperas, macuto de piel vuelta y algún vaquero heredado del hermano mayor, el mismo que te contaba que ya podía comprar los condones en la farmacia sin tener que agachar la cabeza al pedirlos en voz baja. ¡Ay, quién hubiera recibido también en herencia las bambas del detective Starsky! Años de tránsito, desde las lechugas del campo hasta la ciudad, a no se sabe muy bien qué, visto lo visto.
Un cartel electoral del PSUC en aquellos años, tal vez uno de los más acertados de la democracia, mostraba las manos de un obrero, abiertas de par en par, bajo la leyenda: «Mis manos, mi capital». Y resulta que al cabo de casi 40 años venimos estando en las mismas, con una mano delante y la otra detrás. También apegados a la consigna del Spain is different que llamaba al turismo a las playas, «la ducha, la cama y el yes very well fandango», que cantaba Pepe Da Rosa. La única riqueza posible, la sangría y el sol, tal como parece ahora.
Horas extras y 'Un, dos, tres'
En realidad, la clave de aquel tiempo comandado por Adolfo Suárez —un castellano seductor, de sonrisa picarona y mirada triste, envuelto en una eterna nube de Ducados— fue que se gestara lo que nunca había fructificado en estos páramos castigados porque la historia no lo había permitido: la forja de una clase media amasada en los 70 entre sopas de Avecrem, horas extra y la educación sentimental de Elena Francis. Y el pago a plazos de Seat 128. Y el Un, dos, tres, responda otra vez.
Fueron años convulsos y de aeropuerto, cuando se encadenaban las llegadas a Barajas de los desgarros del exilio: Sánchez Albornoz, Salvador de Madariaga, Ramón J. Sender, Dolores Ibárruri La Pasionaria en un avión de Aeroflot y la melena blanca y romana de Rafael Alberti: «¡A galopar, a galopar, hasta enterrarlos en el mar!». Años de frases más contundentes que el hormigón, como el «Ja sóc aquí!» (**) de Tarradellas.
Tiempo de plomo
La nostalgia es venenosa porque tiñe de colores pastel un tiempo que también fue de plomo, de ruido de sables, de dura lucha sindical, de amnesia colectiva y soluciones apresuradas, como el café para todos de las autonomías. Tal vez solo se hizo lo que se pudo. Suárez lo sabía.
Parece que, en su sabiduría terrenal, el primer presidente de la democracia haya escogido el momento exacto para morirse, como para dar un toque de atención, como para avisar de que las tornas de aquella vieja canción de Jarcha se han trastocado y parece que ahora haya más ira que libertad. Un pedazo del estribillo advertía del doble plano, de lo que en realidad se cocía entonces a ras de suelo: «Pero yo solo he visto gente muy obediente, hasta en la cama. Gente que tan solo pide vivir su vida, sin más mentiras, y en paz». Pues eso; ahora, tal como entonces.
Fuente: El Periódico
Autora: OLGA MERINO
(*)
"Venga hombre, que ya nos afeitamos" (queriendo decir que ya somos mayorcitos)
(**) "Ya estoy aquí"