Ayer sábado Frank Sinatra hubiese cumplido 100 años. Sus canciones arrullaron mi cuna. A mi madre, muy aficionada a la música americana (era una fan incondicional de Ginger Rogers y Fred Astaire) y a la zarzuela, no le gustaban “las españoladas” –a excepción de doña Concha Piquer, claro–. Casi siempre tenía la gramola en marcha (el “picú” llegaría más tarde): Carlos Gardel, Bing Crosby, “Frankie Boy” y los “big bands” americanos (Benny Goodmann, Glenn Miller) me susurraron al oído desde mi más tierna infancia. Así, con esa música como telón de fondo, desde muy pequeñita me fui enamorando poco a poco del Frank Sinatra cantante y, algunos años después, también de él como actor.
Aunque su mala fama de macarra, borrachín y pendenciero era notoria, yo debía haber vivido hasta entonces en una burbuja, ya que no me enteré de ella hasta mediados de los sesenta por un reportaje que vi en la televisión británica durante mi estancia en Inglaterra. Y la verdad es que el gachó era un verdadero cromo…
Mal estudiante, el italoamericano Francis Albert Sinatra fue de jovencito pandillero y seguro que hubiera caído en la delincuencia de no haberse presentado en 1935 a un concurso radiofónico que, por supuesto, ganó. Su acariciante voz (y, probablemente, la ayuda de algún capo mafioso) le hizo escalar en menos de 10 años los más altos peldaños de la fama, convirtiéndose en un auténtico fenómeno de masas.
Mujeriego empedernido (aparte de sus cuatro matrimonios oficiales, tuvo amoríos con Lana Turner, Judy Garland, Kim Novak, Marilyn Monroe, Lauren Bacall y, supuestamente también con Grace Kelly y Jackie Kennedy, sin contar a las innumerables “no-names” que pasaron por su cama), “La Voz” (uno de sus apodos), después de sufrir un bajón en su carrera, se reinventó como actor dramático, llegando incluso a ganar un Óscar como mejor actor de reparto por su magnífica interpretación del soldado Di Maggio en “De aquí a la eternidad”. Ríos de tinta hizo correr igualmente su operación de acoso y derribo a la por aquel entonces bellísima Carmen Sevilla. Corría el año 1956 y Frank Sinatra había venido a nuestro país a rodar “Orgullo y Pasión” con Sofía Loren. Después de conocer a “Carmen de España” en una fiesta, quiso llevársela al huerto. Pero Carmen, que era “cristiana y decente” como en la copla, le dio calabazas.
Pero su gran amor fue, sin duda alguna, Ava Gardner, su segunda esposa, apodada “el animal más bello del mundo”, con la que vivió un matrimonio tortuoso que le llevó por la calle de la amargura, en el que los celos –más de una vez fundados– estuvieron a la orden del día. Especialmente desde que Ava vino a España en 1950 para rodar en la Costa Brava “Pandora y el holandés errante” y descubrió su afición por los toreros. Primero, Mario Cabré, actor y trovador en sus ratos libres, uno de los protas del filme. Además de trajinársela, le dedicó varios poemas de amor que, por cursis, provocaron la hilaridad de Ava. Luego, el sonado romance con el macho alfa Luís Miguel Dominguín, que llenó las páginas de la escasa prensa rosa española de la época a pesar de la censura. Su pasión por Dominguín y su fascinación por España (que llevaría más tarde a la actriz a afincarse en Madrid) hicieron el resto. El matrimonio Sinatra-Gardner se rompió definitivamente.
Por si les interesa el tema, precisamente este verano se ha publicado un interesante libro sobre las experiencias españolas de Frank Sinatra titulado: “Sinatra: Nunca volveré a este maldito país”. En él, su autor, el periodista Francisco Reyero, cuenta una serie de anécdotas inéditas sobre Ava y Frank y la mala relación de éste con la España de Franco, que culminaría con su expulsión del país. La obra, un buen trabajo de investigación que ha tenido muy buenas críticas, pone de manifiesto lo bien que se vivía en la alta sociedad de la dictadura, sus fiestorros e, incluso, orgías, que costaban una millonada (mientras el pueblo llano pasaba penurias) y la doble moral tan típica de aquella época del nacionalcatolicismo, puritana hacia afuera, pero de costumbres depravadas por dentro.
Sobre la ambivalente relación de Sinatra con John F. Kennedy, a quien proporcionó más de una chica fácil y con quien compartió amantes, se han escrito libros. Una de esas "amigas íntimas", la pobre Marilyn Monroe, pasaba al parecer de mano en mano como la falsa moneda. Y si por si aún no lo sabían, parte de la campaña electoral de J.F.K. fue financiada por el capo mafioso amigo de Sinatra, Sam Giancana. Un favor que Kennedy olvidó nada más llegar a la Casa Blanca cuando nombró Fiscal General a su hermano Robert Kennedy, con el único propósito de erradicar la lacra del crimen organizado. A partir de ahí, Sinatra cambió de bando y se convirtió en enemigo personal de los Kennedy. En 1968 dio su apoyo al Partido Republicano, gracias al cual Nixon (el del escándalo Watergate) ganó las elecciones.
Hasta poco antes del 14 de mayo de 1998, fecha de su fallecimiento, Frank Sinatra estuvo en la brecha. Fue una larga carrera, llena de luces y sombras, en la que recibió innumerables distinciones y homenajes. Todavía hoy, incluso los más jóvenes le conocen por sus inolvidables versiones de Strangers in the Night (una composición del alemán Bert Kaempfert) o My Way. Ayer, el rascacielos Empire State Building de Nueva York se iluminó por la noche de azul como homenaje póstumo a Frank Sinatra, también conocido como “old blue eyes” (el viejo de ojos azules), en el cien aniversario de su nacimiento.
Nuestra particular aportación en memoria de "La Voz", que queremos dedicar a todos nuestros lectores, es una de sus más emblemáticas melodías que se sigue escuchando en estas fiestas que se aproximan: el clásico White Christmas (Navidades Blancas) que pueden oír siguiendo el enlace.
Margarita Rey
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