En el marco de las audiencias concedidas por el Rey Felipe VI a presidentes de las autonomías en este mes de julio, el monarca también recibió al presidente de la Generalitat catalana Artur Mas. Mientras que Mas se presentaba dicharachero (“vengo en son de paz”) y con su sonrisa de mercader fenicio, Felipe VI mantuvo un semblante de estar para pocas bromas, sin el atisbo de una sonrisa, cosa que pareció no apreciar el presidente catalán, que al lado del rey, con su semblante adusto, parecía una caricatura. Pero Mas, si no es tonto, sabe que la situación con la Generalitat ante la opinión pública española, no es para tirar cohetes.
Mas, con sus aliados separatistas de ERC, declaró el sábado que en caso de obtener una mayoría favorable en las elecciones del 27 de septiembre, Cataluña se separaría de España y se declararía independiente. Mas, con su complejo de inferioridad por ser español además de catalán, desafía así al Estado Español y parece querer llevar las cosas hasta el borde del precipicio. Lo que ocurra, si la sensatez del rey y de la inmensa mayoría de los españoles no triunfa sobre los aventureros de Barcelona, será la única responsabilidad de Mas y adláteres. Más allá de las fronteras españolas, la UE, que ni siquiera contesta a las cartas de Artur Mas, ya dejó bien claro que no aceptará jamás como miembro a un estado segregado de otra nación europea.
Ante las declaraciones de ayer de Mas de que “no subir al tren de la independencia sería dejar Cataluña en una vía muerta”, propiciando así que el Estado “le pase por encima sin misericordia”, no se han hecho esperar. El PP, por boca de su portavoz Pablo Casado, le ha tachado de irresponsable y los demás partidos no le han ido a la zaga. Cabe esperar y desear que el Gobierno no sobreactúe, que Felipe VI mantega su serenidad -y el resto de los españoles su paciencia- para que todo quede en agua de borrajas.
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