Poco después de que España tuviese su momento de gloria cuando un equipo forense informó a bombo y platillo de que los fragmentos de huesos enterrados en una cripta debajo del Convento de los Trinitarios Descalzos pertenecían casi con seguridad al autor de El Quijote, Miguel de Cervantes, la prensa nacional e internacionales se hizo eco el 22 de marzo del cortejo fúnebre que recorrió las calles de Leicester (Reino Unido) con los restos mortales del legendario Rey Ricardo III, hallados hará cosa de tres años bajo un aparcamiento de esa ciudad.
Si bien todo parecía indicar que el esqueleto pertenecía al Rey Ricardo III, inmortalizado por el gran poeta y escritor británico William Shakespeare en el drama del mismo nombre, los científicos no se atrevían todavía a lanzar las campanas al vuelo (según los registros de la época, el monarca fue enterrado por monjes franciscanos en la iglesia de Leicester, a 160 kilómetros al norte de Londres, pero nadie se había preocupado durante cinco siglos de comprobar sí esas crónicas se correspondían con la realidad, así que su cuerpo fue dado por desaparecido).
Cierto, había muchas coincidencias: una herida en el cráneo -que podría ser la que provocó su muerte en 1485, en la batalla de Bosworth Field- y una deformidad en la columna vertebral, debida a una escoliosis severa (que le valió hace más de 500 años el mote de “el rey jorobado”). Pero, antes de continuar con el real hallazgo, hagamos un poco de Historia:
Ricardo III era en realidad un usurpador y sus manos estaban manchadas de sangre. Poco después de la muerte de su hermano, Eduardo IV, no dudó en asesinar para hacerse con el trono al auténtico heredero, su sobrino Eduardo V, a quien -tras declararle bastardo- había encerrado junto a su hermanito en la Torre de Londres. De esta cruenta manera consiguió su objetivo y fue coronado rey el 6 de julio de 1483 en la Abadía de Westminster. Ricardo no lo tuvo fácil en su controvertido y sangriento reinado de apenas dos años. Ni los familiares de los niños cruelmente asesinados ni los partidarios de los York le dieron tregua. Ricardo tuvo que hacer frente a la revuelta encabezada por su rival Enrique Tudor (más tarde, Enrique VII de Inglaterra), que había recibido el apoyo de Francia y quien, finalmente, acabó con su vida en plena contienda.
Por lo demás, William Shakespeare tampoco fue demasiado clemente con ese monarca poco agraciado físicamente (aparte de la joroba, también sufría de cojera). En su obra homónima lo retrata como un monarca ambicioso, intrigante, cruel y sin escrúpulos. Atributos que, por todo lo que nos han contado los historiadores, parecen corresponderse con la realidad.
El trágico desenlace lo conocemos todos gracias también a Shakespeare, que puso en su boca la famosa frase, pronunciada -según él- cuando, rodeado por las tropas enemigas, habiendo perdido su montura y viendo cada vez más cercano el momento de su muerte, gritaba desesperadamente: "¡Un caballo, un caballo! Mi reino por un caballo!".
Pero volvamos al descubrimiento de los huesos. Después de que un análisis de ADN despejase todas las dudas sobre la autenticidad del esqueleto, se inició una batalla legal entre los ayuntamientos de Leicester y de York, capital del antiguo reino de Ricardo III, para darle cristiana sepultura en su término municipal. Finalmente la ciudad de Leicester resultó ganadora de tan macabro conflicto por motivos obvios: no sólo porque allí se localizaron los restos de Ricardo III, sino porque en ese territorio se sitúa el lugar preciso donde fue abatido por el enemigo el último rey de Inglaterra perteneciente a la dinastía Plantagenet, en un episodio más de esa guerra civil conocida como la “Guerra de las Dos Rosas” que enfrentó durante veinte años a los partidarios de la Casa de Lancaster y los de la Casa de York.
Una vez dirimido el litigio entre las dos ciudades, el cortejo fúnebre llegó el domingo 22 de marzo a la Catedral de Leicester. Después de la misa celebrada por el cardenal Vincent Nichols, arzobispo de Westminster, el féretro permaneció varios días en el templo para que el gran público pudiese rendirle un último homenaje. El pasado jueves, 26 de marzo, el ataúd con los restos del monarca fue enterrado en una cripta de la catedral. En estos tiempos de crisis, quizás les interese saber que también en el Reino Unido el derroche está a la orden del día. Los costes de todo el espectáculo, entierro incluido, ascendieron a 2,5 millones de libras (tres millones de euros), de los que la diócesis aportó medio millón. El resto fue sufragado mediante donaciones y, ¡cómo no!, a costa del erario público inglés, es decir, cargado al sufrido contribuyente quien, al final, aquí o en la Cochimbamba, siempre acaba pagando el pato.
La reina de Inglaterra no estuvo presente en la ceremonia, pero envió como representante a su nuera, la duquesa de Wessex, esposa del príncipe Eduardo, portadora de un mensaje especial de S.M. Isabel II que concluía con la frase: "Ricardo III, que murió a los 32 años de edad en 1485 en la batalla de Bosworth, ahora descansará en paz en la ciudad de Leicester, en el corazón de Inglaterra".
Unas palabras piadosas para un sátrapa rencoroso y criminal quien, en su breve pero despótico reinado, sembró el terror a su alrededor.
Margarita Rey
Fuentes: National Geographic y CNN
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