La semana pasada recibí la llamada del tío de mi difunto marido, Pedro Moral López, desde Santiago de Chile y me emocioné muchísimo. Desde entonces estoy bastante blandita.
Hay que decir que el tío Pedro, como le llamamos cariñosamente en la familia, es un señor a quien no se puede calificar de anciano a pesar de sus 97 años. Yo le llamaría más bien “señor mayor y de buen ver”. Alguien que sigue teniendo una mente enormemente lúcida –que muchos jóvenes quisieran para sí– y que camina todavía sin bastón y más tieso que una vela.
Pedro Moral tuvo en su juventud una vida que parece salida de una novela de John Le Carré. Con apenas 17 años, a principios de la guerra civil, se alistó en el Batallón de la Juventud republicano. Su padre fue en su busca y esa vez consiguió llevarle de nuevo a casa alegando su minoría de edad, pero después ya no pudo ser. Se fue a luchar por la República, primero a la Sierra de Guadarrama, después a Valencia, al frente de Belchite y terminó, nada más y nada menos, que en Cataluña, en los Pirineos, donde fue herido y trasladado al Hospital de Manresa para ser operado. Da la casualidad de que las comarcas catalanas que tuvo que recorrer el tío Pedro durante la guerra civil (Sierra del Cadí, la Cerdaña) son precisamente las mismas de donde proviene mi familia materna.
Cuando terminó la Guerra Civil con la victoria de los sublevados, el joven Pedro huyó a Francia por La Junquera. Con la ocupación de Francia por las tropas de Hitler en 1940, como tantos otros españoles que pensaban que si los alemanes perdían la guerra las tropas aliadas barrerían también a Franco, el tío Pedro no tardó en unirse a la Resistencia francesa. Hasta que -no sé exactamente en qué año- su grupo fue descubierto y apresado por los alemanes. Algunos camaradas y él consiguieron escapar. Todos fueron descubiertos excepto él, cuyo ángel de la guarda hizo ese día al parecer horas extraordinarias. Milagrosamente, encontró refugio detrás de un árbol. Sus camaradas fueron llevados al campo de exterminio de Mauthausen donde dejaron sus vidas. Más tarde, Pedro encontró cobijo en casa de una familia francesa. Tenían un garaje y cuidaron de él como de un hijo más.
Mi marido Manuel le llamaba “el tío mítico”. En honor de la verdad hay que decir que el tío Pedro no es muy dado ni al autobombo ni, como un abuelo Cebolleta cualquiera, a contar batallitas o a mostrar sus “heridas de guerra”, éstas -excepto una, la de verdad- en sentido figurado. De hecho, su difunta esposa Hilda, con la que yo siempre tuve una relación excelente porque en muchas cosas éramos muy parecidas, me comentó más de una vez que Pedro había hablado muy poco a sus hijos de ese periodo tan triste de su interesante vida. Lo único que sé es que, al finalizar la guerra, el tío Pedro comenzó a estudiar en la Sorbona. Me figuro que sería con uno de esos programas de ayuda a los españoles en el exilio que existían por aquel entonces en Francia (precisamente buscando material en la red, me topé con una publicación muy interesante de la Biblioteca virtual Miguel de Cervantes titulada:
“Literatura y Cultura del exilio español de 1939 en Francia”. Allí, después del relato de Rafael Maestre Marín desde el punto de vista de dos libertarios, en las páginas 297 / 298 y 299 (que pueden leer siguiendo el vínculo), el tío Pedro narra la reorganización de los estudiantes españoles exiliados en Francia al terminar la Segunda Guerra Mundial.
Más por comentarios de mi difunto marido Manuel, quien le admiraba enormemente, que por lo que me haya contado Pedro personalmente, me enteré de que el tío había sido un estudiante de Derecho ejemplar, una cabeza privilegiada que sacó en 1951 el doctorado con suma cum laude y que, por su brillantez, consiguió incluso la medalla a la excelencia de La Sorbona. Lo que vino después fue el empleo en la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y Agricultura, más conocida como FAO por sus siglas en inglés (Food and Agriculture Organization), y su posterior traslado a la sede central de Roma.
El tío Pedro era de joven muy apuesto, no muy alto pero sí con muy buena planta. Siempre le gustó ir muy bien trajeado, por lo que estoy segura de que más de un corazón debió de haber roto hasta que, ya en Roma, se cruzó en su camino una señorita colombiana de buena familia, Hilda López Vallarino, nieta de uno de esos Presidentes de Colombia que llevaban todavía el revólver al cinto y cuyo nombre no recuerdo. Hilda trabajaba como intérprete simultánea en la FAO. Ambos se enamoraron y se casaron.
Pedro Moral no tardó en demostrar su eficiencia profesional y pronto se fijaron en él para que ocupara un puesto de mucha responsabilidad que había quedado vacante, el de Subdirector General y Representante Regional para América Latina. En otras palabras: Jefe supremo de la FAO para Iberoamérica. Pero para desempeñar ese cargo era necesario otro cambio de país. A Pedro le tocó trasladarse a Santiago de Chile, esta vez acompañado de esposa e hijos, para fijar allí su residencia, que sería ya la definitiva.
Fue a partir de ahí que Manuel y yo empezamos a tener trato con él. Normalmente, el solía visitar de vez en cuando aquí en España a sus hermanos Antonio (mi suegro), Rafael y Carmen y a los sobrinos. A nosotros no vino jamás a visitarnos a Alemania, a excepción de un corto encuentro que tuvimos en el aeropuerto de Múnich, donde el tío Pedro hizo escala para tomar el avión no sé exactamente hacia dónde. Desde su experiencia con los nazis, había jurado no poner jamás un pie en territorio alemán. Lo mismo que, por cierto, me sucedió a mí con mis tíos de Perpiñán, quienes también habían tenido malas experiencias con los esbirros de Hitler y no quisieron nunca visitarnos en Múnich. La que sí vino en varias ocasiones a Múnich, una de ellas para comprarse un BMW, fue su esposa, la tía Hilda, una mujer muy culta e interesantísima, con la que yo congenié de inmediato. Hilda había tenido que dejar su puesto de trabajo en la FAO de Roma al trasladarse a Chile. Así que se convirtió en traductora “free lance” de las Naciones Unidas para poder compaginar su trabajo de intérprete simultánea con sus tareas familiares. Cuando tenía trabajo en Ginebra solía visitarnos de vez en cuando en su BMW, antes de poner rumbo a Roma para visitar a su hermana Mayi, casada con un pintor y arquitecto italiano que dibujaba unos maravillosos bocetos de trajes históricos para la industria cinematográfica y la televisión italianas.
Más tarde Italia se convertiría en nuestro principal punto de encuentro. Roma, donde Pedro y Hilda habían comprado un ático en la Via della Lupa, que reformaron por completo, muy cerquita de la Embajada Española y de la Piazza di Spagna, o la Costa Amalfitana, que Manuel y yo visitábamos a menudo de camino hacia la isla de Ischia, donde solíamos hacer tratamientos medicinales, fueron testigo de algunas excursiones en compañía de ambos o únicamente con la tía Hilda. El BMW de Hilda, con matrícula de aduana, se quedaba siempre en Ginebra o en Roma para servirle de medio de locomoción cuando iba a la ONU en viaje de trabajo. Después, siempre aprovechaba para acercarse a Roma o, alguna vez a Múnich. Otras veces nos encontrábamos a medio camino (Verona o Florencia), que a nosotros nos quedaban relativamente cerca en tren. Pedro y Hilda fueron muy generosos con nosotros al dejarnos utilizar el piso de Roma cuando ellos no lo necesitaban. Allí pasamos más de un fin de año brindando a su salud desde la casa de Mayi y Ugo, hermana y cuñado de Hilda respectivamente.
|
Pedro, recientemente, con sus hijos, nietos y bisnieto |
Los tíos nos invitaron también más de una vez a visitarles en su estupenda casa de Santiago de Chile, situada en el barrio residencial de Providencia. No llegamos nunca a ir porque Manuel le tenía pánico a estar sentado más de 3 horas en un avión. Por aquel entonces Manuel fumaba y le entraban escalofríos sólo de pensar que iba a tener que prescindir durante tanto tiempo del cigarrillo. Así que el viaje a Chile se quedó en agua de borrajas. Aunque, ahora que el pobrecito de mi marido ya no vive, yo no descarto dar el salto y cruzar el charco para plantarle al tío Pedro, a su hija Macarena (que ya conocí en su día en Roma) y al resto de la familia Moral que me queda por conocer un par de besos en las mejillas.
A Pedro Moral hay que agradecerle la Reforma Agraria de Chile, que inició con el Presidente Frei y continuó con Salvador Allende. Me figuro que, aunque a regañadientes, haría lo mismo durante la dictadura de Pinochet porque ese era su cometido. Cuando el general Augusto Pinochet perpetró el golpe de estado, Pedro salvó a más de uno haciendo valer sus influencias para sacarle del Estadio Nacional, convertido en centro de detención y tortura, donde los detenidos se encontraban hacinados a la espera de decisiones que podrían acabar con sus vidas.
El tío Pedro cuando se vaya dejará un gran legado de innumerables
estudios, conferencias, ponencias que pueden ser leídos como documentos PDF en internet. Y también libros como “Exposición metódica y coordinada de la Ley de Reforma Agraria de Chile” o “Temas jurídicos de la reforma agraria y del desarrollo”, por sólo nombrar un par de ellos, todavía hoy presentes en las más importantes bibliotecas y que han servido y sirven de referencia a muchos estudiantes a la hora de escribir sus tesis doctorales.
Fue una verdadera lástima que cuando se jubiló en 1982 no pudiese poner sus vastos conocimientos a la disposición del gobierno español (por aquel entonces estaba Felipe González en La Moncloa). Ni su sobrino Manuel, mi esposo, con sus buenos contactos dentro del PSOE (era amigo íntimo de uno de los más poderosos “fontaneros” de la Moncloa, el también desaparecido Roberto Dorado) fue capaz de conseguir para él una asesoría sin cargo. Con la arrogancia que caracterizaba entonces a los socialistas, dejaron pasar la oportunidad de echar mano de un experto en temas agrarios que lo único que quería era servir a su patria.
Consideraron probablemente que la Gran Cruz al Mérito Civil que le concedió S.M. el Rey don Juan Carlos era más que suficiente para agradecer sus servicios, que él, al fin y al cabo, ya estaba jubilado y que los jóvenes tenían que tomar el relevo. Algo que Felipe González y los suyos olvidaron cuando dejaron el poder y se convirtieron en asesores de Endesa, Gas Natural, Telefónica o Iberdrola. Eso sí, no precisamente "honoris causa" como pretendía en su día de forma altruista nuestro querido tío Pedro.
Margarita Rey