viernes, 22 de diciembre de 2017

ATALAYA: Aquellas Nochebuenas de la posguerra






Para mí las Nochebuenas más tristes fueron las primeras que pasamos en Albacete, en nuestra primera casa en la capital, la llamada Casa de Abastos, y en los primeros años vividos en la segunda casa, en un barrio más burgués, en el centro de la ciudad, en la calle de San Antonio. Nuestra situación económica y social había mejorado progresivamente desde que permitieron a nuestro padre volver a ejercer su profesión de Abogado. Pasamos de la miseria a una posición de clase media cada vez más consolidada. El bufete iba creciendo.

Pero sea por los traumas, sea por una serie de problemas familiares en gran parte derivados de aquellos, la familia no conseguía su paz interna. Parecía que el 24 de diciembre había más trabajo que nunca en el Despacho. Mi padre estaba como irritado y mi madre se ponía muy nerviosa. Tal vez aquella fiesta tan sentimental acentuaba las tensiones individuales de cada uno y la familia, tan necesitada de cariño, no sabía darlo. A pesar de que los hermanos siempre nos hemos querido mucho, un algo inexplicable nos impedía expresar este cariño. Aquel conflicto afectivo en cada uno de nosotros creaba una cierta agresividad, una especie de malhumor inconcreto que acababa por materializarse en un choque entre los hermanos o en una disputa entre los padres por cualquier motivo sin importancia.

Una vez Remedios protestó: “Parece mentira. Esta noche es Nochebuena y tenemos una niña pequeña”. Y agarrando una pandereta se puso a cantarle villancicos a Lola delante del Nacimiento. Aquella reacción de Remedios salvó la Noche de Amor, la Noche de Paz...

Las otras Nochebuenas ya éramos más en torno a la mesa. Isabel, con su hijo Miguel Ángel, se había reincorporado a la familia. Después de cenar venía siempre el momento culminante para nosotros: el turrón. El turrón duro y el turrón blando. Mi madre repartía el turrón en pequeñas porciones como algo precioso. Del duro siempre nos tocaba más, pues ni nuestra madre ni nuestro padre podían comerlo dado el mal estado de sus dentaduras. El reparto del turrón era como una especie de eucaristía, una comunión familiar que por fin podía permitirse el lujo de probar el turrón. En Madrid, en casa de la abuela Dolores, en nuestras Nochebuenas de pequeños no recuerdo el turrón. Me acuerdo de haberlo probado por primera vez una noche que nos invitaron a casa de Emilita, la hija de un taxista muy amiga de las hermanas. En aquella casa entraba más dinero que en la de nuestro abuelo Manuel, un maestro de escuela a quien a pesar de su catolicismo y de su honradez, los vencedores habían dejado sin trabajo.

En Albacete, aquel turrón nos bastaba, nos saciaba como un pan espiritual y un símbolo ansiado de afecto familiar. Nadie pedía más del que le correspondía: ni siquiera los pequeños, Lola y Miguel Ángel, aunque sus grandes  ojos brillaban golosos al ver los dulces sobre la mesa. Remedios y Lola tenían la misma costumbre: las cosas ricas les crecían en el plato. Cuando todos nos habíamos comido nuestra ración, a ellas parecía que les había aumentado. Era algo así como el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces. Las dos parecían disfrutar con nuestra envidia. Pero en realidad no éramos envidiosos. Nunca le hubiésemos quitado al otro su parte. Y si alguna vez nos invitaban alguna casa, nunca fuimos "deshonribles", como decía la abuela Dolores.
 
A mí personalmente me ocurría todo lo contrario: la abundancia me cohibía, se me despertaba un puntilloso sentido del honor, del orgullo, tal vez era amor propio, que me impedía aprovecharme. Las Nochebuenas exuberantes de los ricos tenían para mí un punto de obscenidad que me asqueaba. Para mí Nochebuena era sinónimo de modestia, exageraría si dijera de pobreza. Hemos vivido lo suficientemente cerca de la pobreza para permitirme hipocresías respecto a la virtud de ser pobre. Esta virtud la suelen predicar los ricos para que los pobres no se subleven contra la miseria que es la base de su riqueza.

Después de cenar en familia, salíamos con los amigos a celebrar la Nochebuena. Nos íbamos de juerga con una botella de vino peleón o, si algún amigo la traía, de coñac. Bebíamos por alegrarnos y en cierta manera como una afirmación de nuestra independencia incipiente, aun fuertemente condicionada a la casa paterna. Yo bebía muy poco. No me gustaba y temía que me sentara mal la bebida. Por las calles nos encontrábamos con otras pandillas que hacían lo mismo que nosotros y a veces había intercambio de botellas y otras de hostias. No era raro ver ya a alguno derrotado por el vino o el anís, cayéndose por las esquinas o devolviendo detrás de algún árbol del Parque:

"¡Odo nene! ¿Es que te has mareao?"
"¡Madre mía, qué angustia!"
"¡Pero pijo, es que no aguantáis na!"

Una Nochebuena, aún vivíamos en la llamada Casa de Abastos, mi hermano Antonio se puso muy malo. Sin saber cómo ni por qué –qué secreto afán de liberación, qué oculta compulsión de igualdad, qué recóndita melancolía que fuese preciso ahogar en alcohol– en el recorrido por diversos antros con amigos, algunos algo mayores que él, mi hermano se bebió solo una botella de coñac. Llegó a perder el conocimiento y se halló de pronto en el Parque. Unos municipales que vieron algo extraño en aquellos jóvenes se acercaron a investigar.

“Es que le ha sentado mal la bebida”.
“Pues lo mejor es que le metáis la cabeza en agua”. Llevarlo al estanque de los peces”.

Y Antonio semi-inconsciente: “No, que se van a asustar los peces”.

Mi hermano llegó a casa a las siete de la maña a y tuvo que subir las escaleras a gatas. Vivíamos en un quinto piso. No recuerdo lo que pasó después con él. Mi madre le tenía un odio supersticioso al alcohol. Para ella, el vino, las cartas y el fumar eran los escalones que conducían directamente al vicio y a la perdición. Pero tal vez aquel día se impusiera la tregua navideña y no castigaron a mi hermano.
 
En nuestro deambular en la Nochebuena a veces recalábamos en el Alto de la Villa con toda nuestra inocencia a cuestas y con alguna rijosidad oculta en cualquier pliegue de la conciencia. Las putas también tenían su Nochebuena. Pues no faltaba más. Nosotros íbamos de mirones y por presumir de hombres, pero en el fondo cagados de miedo por si alguien conocido nos veía y se iba de la lengua. Solamente nos acercábamos a la barra de un bar y mirábamos a las tías, que aquello de mirar era gratis. Yo a aquellas mujeres no las veía tan malas como decían. Las había muy jovencitas, casi chiquillas, y en sus caras más que depravación se adivinaba alguna tragedia humana ocurrida en el pueblo o en la aldea. En aquellos tiempos, la necesidad de subsistir, sobre todo si la habían echado a una de casa; el hambre, empujaba a la mayoría de aquellas desdichadas a la prostitución. La droga todavía no había embrutecido, no había deshumanizado aquella manifestación "del vicio." Había también putas viejas de mala leche y de mal vino, baqueteadas por la miseria y mordidas ya por la ruina física y la vejez y que esperaban, quizá sin saberlo, su redención de la cruz en la que el destino, muchas veces en la persona de un sinvergüenza desalmado o de un padre degenerado, las había clavado de por vida. Otras tal vez fueron víctimas de un mal carácter forjado en un mal ambiente. A mí esas mujeres me daban lástima. Y sobre todo teníamos miedo de que alguna se fijara en nosotros, pues para hacer “aquello” nos faltaba el valor y el dinero.

“¿Oye nene, ¿quieres echar un polvo”?
“No, gracias”.
“Pues, ¿te hago una paja?”
“No, oiga, no se moleste. Solamente estoy dando una vuelta”.
“¡Coño, pues veste al pijo, so desgraciao!”

Años después, en el curso de mi vida he conocido otras Nochebuenas con sentimentales villancicos, con abetos, con nieve. Nochebuenas de meditación y de recogimiento. Nochebuenas de la nostalgia y de la soledad. En estas Nochebuenas nunca me ha faltado comida. He tenido confort en abundancia. Pero en un rincón del alma han quedado indelebles aquellas Navidades de mi niñez y de la juventud, como un capítulo irrenunciable de la propia vida.
 
Manuel Moral


 
    
 

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