jueves, 6 de julio de 2017

EL ÚLTIMO ADIÓS A LA FLOR AZUL



Hohenzollernplatz de Múnich



Me hubiese gustado poder contaros el último viaje de Manuel a Múnich nada más regresar de aquellos lares, pero, como todos sabéis, “el hombre propone y Dios dispone”. En mi caso fue una dolorosa torcedura de tobillo el día 19 de junio, justo un día antes de la fecha prevista para el esparcimiento de las cenizas de Manuel en el Jardín Inglés de Múnich, y de la que todavía me resiento.
 
Iba yo caminando a buen paso por el Hohenzollernplatz, justo al lado de mi domicilio muniqués, cuando se me coló el tacón en una ranura entre dos adoquines (¡señor, qué manía que les ha entrado a los alemanes por pavimentar las calles y plazas a la antigua!). Ese sonido tan peculiar, parecido a un chasquido, harto conocido por haber padecido ya numerosas lesiones de este tipo, me indicó que acababa de sufrir una vez más un esguince de tobillo de muy señor mío. Tengo que señalar que todos mis males son la consecuencia de las roturas de ligamentos en ambos pies, acaecidas durante una clase de aerobic hará cosa de 20 años. ¡Para que luego digan que practicar deporte es sano! Afortunadamente que estaba ahí mi gran amigo Michael von Lovenberg, un médico ya jubilado, para correr en mi rescate. Con gran cariño y primor me practicó un hermoso vendaje funcional para que pudiese llevar a cabo todas las actividades que tenía programadas para los próximos días y que no eran pocas. Michael dejó así el camino expedito para el emotivo homenaje a Manuel que tendría lugar al día siguiente en el Englischer Garten.
 
Nuestro grupo
Y llegó el tan esperado martes, 20 de junio. Éramos en total 12 personas: Franz, Elisabeth y su hija Ruth, Michael y Brigitte, Ulrich y su novia Ursula, Carola, Walther, Sonja, Erika y yo. De los amigos más cercanos invitados al acto faltaban ocho: Kati y Attila estaban desde abril en su finca del Lago Balatón en Hungría; Hedi y Costas, en su chalet en el Peloponeso (Grecia); Klaus y Gini, de vacaciones y Uschi y Otto, demasiado delicados de salud para poder asistir. Los ausentes estaban muy apenados de no estar en condiciones de unirse a nosotros, pero no pudo ser. La cita era a las 9.30 frente al Café Münchner Freiheit, en la plaza del mismo nombre. Un lugar que nos iba bien a todos por estar justo al lado de la boca de metro de la línea n° 6. Menos Michael, que sólo se baja del coche para montar en bici, todos los demás habíamos utilizado los transportes públicos, la mejor manera de moverse por una gran ciudad como Múnich, donde escasean los aparcamientos y, los que hay, se pagan a precio de oro.
 

Con un atuendo algo peculiar
Había rogado a los amigos que no vistiesen prendas de luto (Manuel las odiaba) y tampoco quería verles con caras afligidas porque a él le irritaban en sobremanera los semblantes tristes y sombríos de los sepelios y funerales. Así que todos nosotros procuramos plegarnos a sus gustos. El blanco fue uno de los colores predominantes. Y aunque pueda parecer insólito, yo vestía una camiseta con estampado de leopardo porque Manuel decía que me sentaba muy bien.
 
Nuestra pequeña comitiva se puso en marcha y decidimos entrar en el Jardín Inglés por la Mandlstrasse. Yo, con zapatos planos y arrastrando un poco el pie para que el ligamento sufriese lo menos posible, llevaba una bolsita con la mitad de las cenizas de mi marido (como recordarán, la otra mitad fue esparcida en un bosque cercano a Albacete el pasado 5 de mayo). Con anterioridad, para evitar posibles problemas al facturar el equipaje, las había enviado a Múnich por correo, junto con algunos objetos suyos (libros, bolígrafos, pisapapeles, etc.) para regalar como recuerdo a los amigos.
 
Jardín Inglés
No tardamos en encontrar el lugar idóneo para que  los últimos restos de Manuel descansasen en la paz del lugar que él tanto había amado. Ese especial cariño le venía de lejos, de cuando más a o menos en 1960 llegó a Múnich y alquiló una habitación en la Helmtrudenstrasse, que quedaba a un paso del Jardín Inglés. Casi todas las mañanas, antes de ir a trabajar al Instituto, Manuel se adentraba por los senderos de ese enorme parque y se sentaba en un banco a leer poesía romántica alemana: Brentano, Novalis… (en éste último se inspiraría a la hora de buscar el título de su novela “La Flor azul”, que él, muy a su pesar, no llegó a encontrar en Alemania). Eran sus primeros años de profesor en el afamado Instituto de Interprétes y Traductores de Múnich, también conocido como Schmidt-Schule. Paul-Otto-Schmidt fue traductor-jefe del Ministerio de Asuntos Exteriores del III Reich y traductor personal de Adolf Hitler. Schmidt fue declarado en 1945 “libre de culpa” por los Aliados, que consideraron su papel en el III Reich como el de un mero “seguidor pasivo”. Sin embargo, una vez fundada la República Federal de Alemania, no se le permitió reincorporarse a su antiguo puesto en el Ministerio, por lo que decidió fundar en 1952 el SDI (Sprachen- und Dolmetscher Institut) para formar a intérpretes y traductores “desde la práctica, para la práctica”, como el Dr. Schmidt solía enfatizar.

Promocionando las naranjas españolas
En esta carísima, elitaria (y bastante pija) escuela nos conocimos Manuel y yo en 1966, él como profesor y yo como alumna. El SDI se había convertido en la gran reserva de la que se nutrían Ministerios, Embajadas y Consulados, así como grandes empresas, alemanas y extranjeras. El Agregado Laboral de la Embajada de España, Luís Enrique Sorribes (con el que Manuel tuvo más de una trifulca desde el primer momento que entró a trabajar en Radio Baviera) me ofreció en su día, incluso sin haber todavía terminado la carrera, un puesto de intérprete y traductora en la Embajada de España en Bonn, donde por aquel entonces no trabajaba ni una sola española. Según él, su alemán solía ser muy deficiente. Sorribes me conoció en el curso de una gira de promoción de la naranja española, en la que el Sindicato de Frutas español me había elegido, al lado de Don Pepe, “el mago de la naranja”, como imagen. Le gustó mi forma de trabajar. A mí ni se me hubiese pasado por la cabeza aceptar su ofrecimiento. Mi familia nunca hubiese visto con buenos ojos que me fuese a formar parte de aquel nido de franquistas acérrimos e irredentos, en el que la mayor parte de la plantilla masculina estaba compuesta por antiguos “héroes de la División Azul”. Con eso les digo todo.

Alrededor de este árbol se esparcieron sus cenizas
Al hilo de mis recuerdos mis pensamiento se han ido alejando del Jardín Inglés. Basta pues de batallitas y regresemos al tema que nos ocupa. Después de otear a izquierda y derecha, nuestro grupito descubrió un lugar idílico. Lejos de los habituales caminos y senderos que utilizan habitualmente paseantes y ciclistas, avistamos un pequeño claro. Para llegar a él, tuvimos que abrirnos paso entre matorrales y algunas ramas que, de largas, parecían lianas. Al fondo, un venerable y majestuoso árbol parecía llamarnos. De potente tronco, sus largas y frondosas ramas se alzaban hacia el cielo. Sus gruesas raíces se hundían en la tierra y se alimentaban de las aguas del cercano arroyuelo que después iría a engrosar el caudal del Eisbach, un afluente del río Isar, que nace en el Englischer Garten. Por unanimidad decidimos que ese bucólico paisaje era el más indicado para albergar las cenizas de Manuel.

Conscientes de los inconvenientes que podríamos tener de llegar a ser descubiertos en plena “acción”, mis amigos formaron un círculo para protegerme de miradas ajenas, al tiempo que yo esparcía las cenizas de Manuel alrededor del árbol. Después, Franz, en su calidad de amigo más antiguo de Manuel -a pesar de ser uno de los más jóvenes del grupo- leyó con su voz sonora y su cálido acento bávaro un poema de Manuel en alemán: “Wie der Fluss”, cuya traducción al español, hecha también por Manuel, les ofrezco a continuación:
 
El riachuelo que da alimento al árbol de Manuel
 
„Como el río“
Fluyo como un río 
que serpenteando
se abre camino/
a través de mil contradicciones
penosamente por la montaña y el valle.
No miro hacia atrás,
no me arrepiento de nada 
y amo cada instante
y sé que también yo
hacia el mar
alcanzaré mi destino.
 
 
Seguidamente, nos dirigimos al Mercado de las Vituallas. Detrás, en una pequeña placita, se encuentra el tradicional restaurante “Bratwurstherzl”, donde yo había encargado un almuerzo típico bávaro a base de salchichas variadas, Leberkäse, ensaladilla de patatas y chucrút.
 
 
 
 
Fue una despedida conmovedora, tal y como le hubiese gustado a Manuel, cargada de recuerdos, de anécdotas, risas y brindis con cerveza, vino y espumoso alemán, por él, donde quiera que esté, y a la salud de los presentes.
 
Misión cumplida Manuel. Ahora ya puedes descansar definitivamente en paz.
 
 
Margarita Rey
 
 
 
 


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