viernes, 3 de agosto de 2012

Pincelada: Marilyn


Interrumpo mis vacaciones para tratar un tema que, como yaya yuppie, que vivió a Los Beatles en sus años jóvenes en Londres, habrá perdido hasta el regreso de nuestro blog tanta actualidad que para primeros de septiembre será más viejo que un palmar (“no hay nada más viejo que la noticia de ayer”).

Y es que, en este mismo momento, viendo las noticias de La 1, me acordé del día en el que, siendo yo una jovencísima estudiante en Richmond (Surrey) hace nada más y nada menos que cincuenta años, la prensa hacía público el fallecimiento de la diva, de ese animal mediático, increíble e insuperable, que fue y sigue siendo Marilyn Monroe.

Era joven (36 años), más que bella (porque esa belleza se la proporcionaba ese desvalimiento, no aprendido sino sentido que se reflejaba en sus ojos). Tenía ese “algo” especial que capturaba al espectador; “eso” que la convirtió en una extraña diosa, vulnerable, lejana, pero con la suficiente dosis de cercanía como para hacer de ella un mito que se ha conservado hasta nuestros días.

No vamos a seguir hurgando en los detalles oscuros y, algunos bastante escabrosos, de su vida. Pero lo que todos sabemos es que esta mujer, tan espectacular, tan radiantemente bella, era un su fuero interno una pobre infeliz que luchaba para poder sobrevivir en un mundo tan despiadado como el del “show business”. Y todo ello a pesar del lastre que significaban sus depresiones – probablemente de origen genético – y la soledad de ser a todas horas del día algo tan ambivalente como la mujer más deseada de los EEUU, por no decir del mundo.

Tuvo que luchar toda su vida contra el machismo, que la encasilló en papeles de rubia tonta y sexy. Al principio aceptando innumerables papeles secundarios hasta que “Niágara” la convirtiese, eso sí, en un mito sexual. No voy a nombrar las que siguieron, excepto “La tentación vive arriba” o "Con faldas y a lo loco" , ya que todo esto se puede leer en cualquier hemeroteca.

Lo único cierto es que, de los innumerables hombres de su vida (entre los que destacan, pero no precisamente por ser los más caballerosos, los hermanos John y Bobby Kennedy), la trataron mal. El único que verdaderamente la amó más allá de la muerte fue su segundo marido, el mítico jugador de baseball Joe Di Maggio. Mientas él vivió, no faltaron nunca las flores en su tumba.
Margarita Rey

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