El 11 de noviembre, por San Martín, las calles de La Roda se llenaban de gruñidos y chillidos de cerdos. Había llegado el tiempo de las matanzas. A todo cerdo le llega su San Martín. El marrano come para su muerte. Mimado, exento de trabajar todo el año, el cerdo se va cebando con su propia gula, acumulando grasas y jamones. En aquellos tiempos, cuando yo era niño, el cerdo vivía mejor que hoy que es alimentado artificialmente en granjas asépticas. El cerdo vivía en su pocilga y comía de todo. Lo que más le gustaba y mejor sabor daba a sus carnes eran las cáscaras de melón o de patatas. También comía hozando y gruñendo de placer unos amasijos de avena con todas las sobras de la comida.
Para nosotros, los chiquillos, el día de la matanza era una gran fiesta. Sacaban al gorrino que chillaba como un demonio - quizás el animalito presentía lo que le esperaba - atado del cuello por una soga y agarrado por la boca con un gancho y tiraban de la bestezuela hasta una mesa colocada en mitad de la calle. Entre cuatro fornidos hombres aupaban al animal a la mesa, sobre la que era tumbado de costado y fuertemente sujetado. De nada servían los chillidos, impotente protesta de la criatura ante su inminente sacrificio. El matachín le frotaba con la manga de su blusón enérgicamente el cuello hasta que enrojecía el lugar de la aorta y allí de una certera puñalada le clavaba hasta el puño el largo y afilado cuchillo. El grito del puerco era ensordecedor como el asombro de la muerte. Poco a poco los gritos se iban convirtiendo en gruñidos cada vez más flojos, casi en sumisas quejas ante un destino inevitable, como si el cerdo pidiese perdón por su muerte y perdonase a su vez a sus verdugos. Una mansa dulzura se apoderaba de aquel tosco cuerpo que entregaba su sangre en un chorro que iba a caer a un lebrillo en manos de una mujer que removía constantemente la sangre para que no cuajara. Lo que era al principio un surtidor se iba haciendo un hilillo hasta cesar por completo. Un leve estremecimiento recorría el cuerpo de la víctima que con un inaudible suspiro entregaba su alma porcina a Dios. Yo, aunque era un niño, intuía en aquel momento que el universo había dejado de existir en una parcela de vida. Entonces se procedía a churrascar el cadáver del cerdo con unos tejos calientes. Rapado el animal, se le lavaba y se pasaba a la operación más apasionante para nosotros los chiquillos: el descuartizamiento. Se le abría en canal e iban saliendo las entrañas calientes que en el aire fría exhalaban vapor. El matachín sacaba de la barriga del cerdo algo que nos arrojaba a los chiquillos que disputábamos por cogerlo: la vejiga del cerdo. Convenientemente lavada, la inflábamos como un globo y nos servía de juguete. Se podía jugar con ella a la pelota. También nos servía para atizar con ella vejigazos en la cabeza a los demás chiquillos. Hacía mucho ruido, pero no hacía daño. Si dejábamos escapar el aire a presión, lentamente, soltaba pedos. Por eso llamábamos también a la vejiga del cerdo “la pedorra”.
Era un gran honor y un gran acontecimiento ser invitado a una matanza. En la gran cocina hervían grandes cacerolas de agua colocadas sobre trébedes. Las mujeres iban metiendo en orzas los embutidos, salchichas y morcillas. Nos daban a beber un sabroso caldo del morro o del rabo del cerdo, también comíamos “ajo de mataero”, y con la punta de la navaja íbamos pinchando trocitos de sangre frita. Aunque éramos pequeños, ese día nos dejaban dar algún tiento que otro al porrón del vino, ese vino manchego que en el porrón parece agua, pero que a los pocos tragos se sube a la cabeza y puede dar con tus huesos en el suelo, si no estás acostumbrado a beberlo. También había dulces: los mantecados de La Mancha, que se deshacían en la boca con sorbos de anís. Cuando salíamos a la calle no notábamos el frío siberiano de la llanura manchega y las estrellas parecían jugar al corro sobre nuestras cabezas.
Como en una sola calle había varias matanzas, aquel día no comíamos en casa. Recuerdo más de un cólico y más de una infantil melopea. Pero que nos quitasen lo bailado. En aquellos días de penuria de la posguerra, cuando nos caía algo de comer nos hartábamos. Pensábamos que un día es un día.
Manuel Moral