Ayer, la cabalgata y la apertura de la Puerta de Hierros dieron el pistoletazo de salida a la Feria de Albacete 2018. Y como si un duendecillo travieso hubiera guiado mi mano, buscando un prosaico documento me topé con una carpeta repleta de apuntes, poemas y pinceladas escritos por mi difunto esposo Manuel. Entre ellos esta bonita y semblanza del año 2000 sobre la Feria de Albacete que, a continuación, quiero compartir con los lectores de nuestro blog. Y digo "nuestro" porque, aunque Manuel haya fallecido y yo no me dedique con tanta regularidad como antes a publicar entradas en el blog, quiero contribuir publicando textos suyos como pequeño homenaje a que el espíritu de su creador siga vivo, no sólo en la mente de todos los que le queríamos y admirábamos.
LA FERIA DE ALBACETE
Los que han permanecido en Albacete y han vivido día a día su transformación, no pueden imaginarse el impacto que esta pequeña (y grande) urbe causa en el retornado, que hace cuarenta años salió de aquí para residir en el Extranjero, concretamente en la capital de Baviera, Múnich. Con paciencia de arqueólogo voy buscando por las nuevas calles, ahora comerciales y profusamente iluminadas, aquellos callejones entrañables, de escasa iluminación – a veces basaba una simple bombilla adosada al muro de una casita – y aquellos rincones que encerraban nuestra adolescencia, como la que nosotros llamábamos “Era de la Jaula” y que yo ahora intuyo detrás de la Clínica del Rosario, donde ha sentado sus reales de hormigón y asfalto la calle del Arquitecto Vandelvira.
¡Cuántos partidos de fútbol hemos jugado allí los estudiantes del Instituto! Paulino Vázquez, Antonio Martínez Sarrión, Adrián Villalba y un servidor, entre otros, demostramos allí “capacidades futbolísticas” desaprovechadas en aras de nuestras futuras ocupaciones intelectuales! Por todas partes he buscado los preciosos chalés enfrente del parque. Sólo veo grandes edificios de varios pisos, exceptuando el chalé que ahora ocupa la Policía Local, y tal vez alguno más olvidado por la destructora piqueta. Quien me ayuda mucho en mi redescubrimiento del Albacete de aquellos tiempos, indispensable para que me adapte al actual, es José Sánchez de la Rosa en su columna de “La Verdad”. Gracias a él he recuperado la Plaza de las Carretas y sus aledaños, o el Paseo de la Cuba. Del gran cronista albaceteño he tomado la acertada observación de que “Albacete no se ha renovado; ha sido suplantado por otra ciudad distinta”. También la Feria ha cambiado. Ya no es una fiesta casi pueblerina, sino un “evento”-como se dice ahora- propio de una gran ciudad, “prusianamente organizado”. Sin ánimo de exagerar, he de decir que la Feria de Albacete no desmerece de otras conocidas ferias españolas y extranjeras, salvando, claro está, las proporciones.
Yo recuerdo ahora la Feria, nuestra Feria, de los años cincuenta. Albacete se vestía con sus mejores galas para celebrar su Feria de septiembre. La calle de la Feria y el paseo de mismo nombre, que durante todo el año permanecían por la noche silenciosos y oscuros, se convertían de repente en una larga y policroma serpiente luminosa. Bajo los arcos voltaicos, un caudaloso río humano se movía perezosamente y se iba remansando conforme se aproximaba al Real de la Feria, una construcción semejante a una gran plaza de toros o un cortijo, en cuyo interior exponían las diversas industrias artesanas de la región, entre ellas, en lugar destacado, la cuchillería, las famosas navajas de Albacete, También había pequeños pabellones de empresas nacionales e incluso recuerdo haber visto una exposición de libros de la estadounidense Casa de América. Durante el día, aquel cortijo redondo cegaba la vista con sus fachadas enjalbegadas convertidas en brasa blanquísima por el sol. Por la noche, el Real de la Feria se ofrecía a la vista con su espléndida iluminación como la lujosa tienda de un califa de las Mil y una Noches.
El río humano se detenía y arremolinaba ante el Real para volver a formar otra densa corriente que descendía e sentido inverso, desparramándose después en forma de afluente por los Jardinillos y las casetas y repartiéndose entre los carruseles, el látigo, la noria, las barcas, los tiovivos, el laberinto o el teatro chino. El polvo levantado por la gigantesca oruga humana en constante movimiento flotaba como una nube rosácea sobre las bombillas de los arcos de luces. El ambiente estaba cargado de mil olores contradictorios: a pescado frito, carne a la brasa, morcillas, almendras tostadas y garapiñadas, vino peleón, cerveza y horchata. Los altavoces luchaban a brazo partido en un frenético guirigay de pregones, flamenco y boleros, creando una atmósfera acústica tan enrarecida como el aire.
Esas noches de Feria, Paulino Vázquez y yo disfrutábamos de la tranquilidad del Parque abandonado y totalmente ajeno al trajín popular. Allí hablábamos de nuestros planes para el futuro que ya se iba aproximando. Sólo nos queda un año para concluir el bachillerato. Dentro de pocas semanas empezaría el nuevo curso, el último para nosotros si no nos cateaban en la reválida.
Para mí la Feria marcaba el fin del verano, el fin de la autonomía personal, de la libertad para poder estructurar las horas como me diera la gana. Todavía abrasaba el sol al mediodía como en agosto y cegaba la vista al caer de plano sobre las fachadas blanquísimas del gran poblachón manchego que era Albacete. Los domingos por la mañana, el quiosco de helados y de horchata de Los Valencianos en el Parque era el lugar más concurrido. Coincidían allí los pequeños burgueses de bigotito y barriga que acababan de salir de misa y, recién confesados y comulgados, prolongaban con sus hijos menores de edad la dominical eucaristía tomando helados con barquillos. Todavía era verano, pero un algo sutil en la atmósfera, una súbita y brevísima brisa fresca que surcaba el calorín, un indefinido e indefinible matiz en el azul del cielo algo más pálido que hacía sólo un par de semanas, una más intuida que percibida tonalidad distinta de las inmóviles nubecillas de algodón, que por encima de los pinos filtraban durante segundos con nácar la luz del sol, me decía que ya todo no era lo mismo, que algo había cambiado fuera y dentro de mí y que aquella prórroga estival era sólo el disfraz con el que solía sorprendernos, quizás mañana mismo, el otoño. No me engañaba. Dos o tres días después de haber comenzado la Feria solían formarse a la caída de la tarde negros nubarrones en el poniente, al tiempo que se levantaba un viento grueso y fresco con cuyas primeras bocanadas llegaban intensos chaparrones. La derrota del verano la proclamaban definitivamente los escasos relámpagos, débiles y violáceos y sin truenos, que encendían el cielo nocturno por la parte de Levante.
Esas noches eran las que prefería para leer en mi cuarto a la luz del flexo. La lectura alargaba mi libertad ya condicional, sumiéndome en un mundo en el que las horas no contaban ni los días se dividían aún en clase de Matemáticas, de Física y Química, de Latín, de Geografía e Historia…
Manuel Moral († 24.04.2017)