Mi primera Feria de Albacete fue en el año 1976. Después de la muerte del dictador, una vez levantada la prohibición de pisar territorio español, a Manuel le apetecía que visitásemos en coche algunos de los pintorescos pueblos de La Mancha. Fraccionábamos estratégicamente nuestras vacaciones, utilizando todos los “puentes” para giras cortas, y dejábamos las tres primeras semanas de septiembre para viajes más largos por Europa. Por aquel entonces teníamos un Volvo 244 de color verde claro que llamó bastante la atención por aquí, especialmente por sus descomunales parachoques y porque se veían todavía pocos Volvos en España. Era un coche robusto, seguro y también bastante rápido, ya que habíamos comprado su versión de 110 caballos.
Con ese tanque sueco nos hicimos los 1870 Km de Múnich a Albacete en tres etapas, con parada obligatoria en Perpiñán a la ida y a la vuelta, para visitar un par de días a mis tíos. Solíamos ir sin prisa porque nos gustaba disfrutar del paisaje y, al anochecer, pararnos a dormir por el camino en algún pequeño hotel o alojamiento rural con encanto. En este preciso viaje, Manuel me iba contando por el camino los orígenes de la Feria, anécdotas y vivencias propias y ajenas, todas ellas relacionadas con esa macrofiesta que se monta año tras año para el disfrute de millones de lugareños y foráneos.
Recuerdo muy bien nuestra llegada a Albacete en plena Feria. Era bastante complicado circular por las calles y todavía más conseguir aparcamiento en el centro de la ciudad. Finalmente, pudimos dejar el coche justo al lado de la casa de la familia de Manuel, en la calle San Antón, por donde por aquel entonces todavía circulaba la versión moderna del mítico autobús conocido como “el piojo verde”. Estaba terminantemente prohibido aparcar en esa zona pero, como llevábamos matrícula extranjera, cuando apareció el guardia a amonestarnos nos hicimos los "longuis" y le contestamos en alemán. El pobre hombre nos dejó por imposibles. Hoy, con el afán recaudatorio de los municipales, ese comportamiento tan laxo sería impensable. Mi cuñada María Dolores se indignó enormemente por ese trato preferencial. Cuando iba a protestar ante el guardia contra la discriminación entre turistas extranjeros y nacionales, su hermano (mi marido) la cogió del brazo y le pegó un bufido para recordarle que, en ese preciso caso, su afán de justicia la llevaría a perjudicar a su propia familia.
Nos hospedamos en la Residencia Albar, que estaba bastante bien pero no tenía garaje. Afortunadamente, mi cuñada, que tiene amigos hasta en el infierno, pudo encontrarnos una plaza en un parking cercano. De entrar y sacar los coches se encargaba un empleado que los colocaba uno al lado del otro como las sardinas enlatadas para sacar mayor rendimiento al negocio. Era un joven extremadamente delgado, casi escuchimizado, algo absolutamente necesario para poder salir del coche en los pocos centímetros que separaban un vehículo del otro. Puede que por eso mismo le dieran el puesto.
Por aquel entonces, el tristemente desaparecido abogado y poeta Ramón Bello Bañón, un gran amigo de la familia Moral desde sus tiempos de pasante en el bufete de mi suegro, era alcalde de Albacete. Ramón, quiso con la mejor de las intenciones homenajearnos con unas entradas de palco para una corrida de toros. El pobre no sabía que Manuel y yo éramos alérgicos a los espectáculos taurinos. Ambos apreciábamos el arte de la “fiesta nacional”; lo que no nos gustaba era la tortura por la que tenía que pasar el pobre animal hasta que, por fin, la salvación de sus sufrimientos le llegaba a través de la muerte. Sin embargo, Ramón tuvo más suerte con la invitación a una cena informal en la misma Feria.
Quedamos con él y su bella y simpática esposa Lita en tomar primero un aperitivo en una terraza del Altozano. Después, nos fuimos caminando chino chano por la calle Baños hasta el Paseo de la Feria. Allí, cerca de los Jardinillos, Ramón había reservado una mesa en una de las casetas (normalmente, no se admiten reservas pero él, como alcalde, tenía bula). Nada más llegar al Paseo de la Feria, me di cuenta de que algunos transeúntes se giraban a mi paso. Era mi vestimenta, totalmente fuera de lugar para darse un garbeo por la Feria, lo que les llamaba la atención. No se me había ocurrido otra cosa mejor que ponerme un precioso vestido largo “ad lib” ibicenco, de color azul plomo con encajes de color crudo y con su chal a juego para el frescor de la noche, más apropiado para una velada junto al mar que para ir a comer “tajás” a la Feria. Mientras que Lita, impecable como siempre en su traje pantalón blanco, y mi cuñada María Dolores, por aquel entonces muy dada a las marquitas, con un conjunto de blusa y pantalón muy bonitos, yo daba el cante. Me sentí todavía más ridícula cuando nos pusieron en la mesa un plato al centro con morcillas, chorizos y forro a la plancha. ¡La comida ideal para un atuendo como el mío!
Tengo que decir en honor a la verdad que, una vez pasado el primer sofocón, tras un par de vasitos de vino para acompañar los contundentes manjares del chiringuito, pronto se me pasó la sensación de vergüenza, tipo “tierra trágame”, que sentí al principio. La amena conversación y la buena compañía me hicieron olvidar por completo mi “faux pas” estilístico y disfrutar plenamente de aquella noche estrellada en mi primera Feria de Albacete. Eso sí, aunque no tuviese él la culpa de nada, al vestido le cogí tanta tirria que no me lo volví a poner. Finalmente, se lo regalé a una amiga que tenía la misma talla que yo.
Margarita Rey
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